· EL VUELO de la SERPIENTE EMPLUMADA ·

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"EL VUELO de la SERPIENTE EMPLUMADA" - "Libro Primero"





Sonó la primera Palabra de Dios, allí donde no había cielo ni tierra. Y se desprendió de su Piedra y cayó al segundo tiempo y declaró su divinidad. Y se estremeció toda la inmensidad de lo eterno. Y su palabra fue una medida de gracia, un  destello de gracia y quebró y horadó la espalda de las montañas. ¿Quién nació cuando bajó? Gran Padre, Tú lo sabes. Nació su primer Principio y barrenó la espalda de las montañas.¿Quiénes nacieron allí?¿Quiénes?Padre, Tú lo sabes.
Nació el que es tierno en el cielo.

      Libro de los Espíritus, Códice del CHILAM BALAM DE CHUYAMEL.

Y nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere no se pierda, sino que tenga vida eterna.

                                                                               SAN JUAN III   14-16

En todo momento dado todo el futuro del mundo está predestinado y existe, pero está predestinado condicionalmente; es decir, será este o aquel futuro según la dirección de los hechos en un momento dado, a menos que entre en juego un nuevo hecho, y un nuevo hecho puede entrar en juego sólo desde el terreno de la conciencia y de la voluntad que de ella resulte. Es necesario comprender esto y dominarlo.
                                               P. D. OUSPENSKY,   Tertium Organum




LIBRO PRIMERO

1

NUNCA PUDE entender a este hombre extraño y de mesurada palabra que parecía deleitarse al confundirme con sus cáusticas y paradojales observaciones sobre todas las cosas. Causaba la impresión de ser un taciturno; pero, a poco de tratarle, no podía uno dejar de advertir el hecho más extraordinario que he conocido en mi agitada vida: él era una sonrisa. Lo era de pies a cabeza. No sonreía, no precisaba sonreír; todo él era esa sonrisa. Esta impresión me llegaba también de una manera muy curiosa y difícil de explicar. Diré únicamente que la sonrisa parecía una propiedad natural de su cuerpo y que emanaba hasta de su modo de andar. Nunca le oí reír, pero poseía el don de comunicar su alegría o seriedad, según fuera el caso. Nunca le vi deprimido ni alterado, ni aun durante aquellos turbulentos días, hacia el final de la Segunda Guerra en que a consecuencia de una revolución política, yo fui a parar a una cárcel y él no hizo absolutamente nada por obtener mi libertad. Aun en este incidente demostró ser un hombre fuera de lo común. Y hasta parecía empeñado en que yo continuase preso, y cierta vez en que le reproché esta actitud, me dijo:
- Estás mucho mejor acá que allá fuera. Al menos acá estás bien acompañado y hasta es posible que despiertes.
- Pero si acá ni se puede dormir -, le dije.
- Eso es lo que tú piensas porque aún no sabes cuál de las maneras de dormir resulta más peligrosa y dañina a la larga. Hay quien vela contigo aun cuando duermes, y estás bien acompañado.
En el pabellón en que me encontraba yo preso había también muchos hombres a quienes respetaba como valores intelectuales y cuyas conversaciones me resultaban interesantes. Con algunos de ellos jugaba interminables partidas de ajedrez, pero nuestras charlas seguían siempre el rumbo de los acontecimientos políticos que habían culminado con nuestra prisión. Así se lo hice ver a mi amigo una tarde en que me visitó cargado de regalos de Navidad.
-Sigues durmiendo-, fue toda su respuesta.
Ese día charlamos durante un buen rato, y se me ocurrió preguntarle:
-¿Cómo es que tú vienes a visitarme tan a menudo y no has desaparecido como los demás que huyeron en cuanto se enteraron de mi situación?
-Soy más que un amigo; yo soy la amistad que nos une.
No pude evitar una sonrisa con la que quise decirle que no era ese el momento adecuado para lanzarme sus paradojas, e insistí:
-¿Pero cómo es que sabiéndote mi más íntimo amigo la policía no te ha detenido?
Su respuesta fue tan incomprensible como todo lo demás:
-La amistad me protege. Y te protege a ti también, aunque en otra forma.
Y después de un instante de silencio, agregó:
-No me comprendes porque todavía dependes de ellos, así como ellos dependen de ti. Ni tú ni ellos dependen todavía de sí mismos, pero todos ustedes están convencidos de lo contrario. Si solamente pudieran comprender esto, comprenderían todo lo demás a su debido tiempo.
Esto me sublevó y contesté violentamente; le dije que sus palabras eran muy interesantes como filosofía en las noches de hastío, pero que en las circunstancias en que yo me encontraba ya se convertían en una insoportable majadería.
-Además, - agregué muy exaltado y empleando términos imposibles de publicar- ¿Cómo voy a depender de éstos, que para lo único que sirven es para lamerle las botas a ese dictadorzuelo de opereta? O quizás también dependo de cuanto cretino se apoya en la fuerza y cacarea su popularidad cuando tiene la oposición amordazada. ¿También dependo de aquellos que persiguen la inteligencia y hablan de progreso? No me llamaría la atención que así me lo dijeses ahora.
Él me miró con su invariable y paciente sonrisa, escuchó hasta que hube terminado y ofreciéndome cigarrillos y lumbre, contestó:
-Tú lo has dicho. También dependes de él y de muchas otras cosas más. Estos -e hizo un ademán significando a los guardias armados que estaban al otro lado de la reja- lo apoyan con sus armas porque no pueden hacer otra cosa que obedecer a quien sepa mandarlos. Sin armas, sin uniforme y sin jefes, no serían nada. Se creen los amos de sus armas, pero en realidad son esclavos de ellas. Pero tú y los que acá están presos contigo son peores. Estos visten uniforme porque tienen miedo de andar solos en la vida, y porque no pueden hacer nada más productivo para el mundo; también llevan un uniforme en la cabeza. Pero ustedes son peores; ustedes dicen que son hombres de intelecto y en realidad son unos majaderos enamorados de sus majaderías. Ustedes apoyan esta dictadura y cuanta dictadura hay; las apoyan mucho mejor y más eficientemente que los otros; su apoyo ocurre de muchas maneras, pero principalmente por medio de la actitud de estúpida soberbia que los hace vivir de espaldas a la verdad. Y no sólo la apoyan, la fortalecen. Sí, ustedes son peores que los que honradamente son ignorantes. Y, sin embargo, ninguno de ustedes tiene verdaderamente la culpa.
Me dijo todo esto tan calmada y seriamente que yo quedé mudo. Pasó un buen rato antes de que le preguntase:
-¿Qué es lo que ignoramos?
-Un hecho muy sencillo que en realidad es una verdad física, pero que todos ustedes creen que se trata únicamente de un precepto ético imposible de llevar a la práctica. Seguramente lo habrás leído u oído alguna vez: “ No resistáis el mal ”.
- Todos estos preceptos fueron dados al mundo por verdaderos sabios. Sólo un puñado de seres en la historia de la humanidad han podido descubrir que son verdades realmente científicas. La ciencia ordinaria, por cierto, negará esto porque cree que la ética es algo separado de lo que llama materia, sin advertir que es justamente lo que condiciona y vivifica la materia y hasta crea sus formas. Hace mucho tiempo hubo un verdadero sabio entre los hombres de ciencia y se llamó Mesmer. La ciencia, o eso que llaman ciencia, lo persiguió y sus trabajos han sido ignorados. Es el destino de todo aquel que descubre la verdad. Hoy día el mesmerismo pasa por una forma de charlatanería, y lo curioso es que son justamente los charlatanes de la ciencia quienes más peroran contra la "charlatanería" de Mesmer. Algunos que han estudiado a Mesmer para hacer curaciones magnéticas se han aproximado a la verdad que él dejó oculta en sus aforismos. Pero solamente unos cuantos, muy pocos, han advertido que lo que es “ sí ” también puede ser “ no ”, que el “ sí ” es una verdad relativa al “ no ”, como lo “ bueno ” es relativo a  lo “ malo ”. Pero ya tendrás oportunidad de enterarte de esto porque al fin me has hecho una pregunta que vale la pena.
Debo confesar que las palabras de este amigo me parecieron siempre cosas de loco. Aquella tarde se marchó más contento y alegre que de costumbre, prometiéndome una nueva visita para dentro de dos días, cosa que, conforme a los reglamentos del penal, era sumamente difícil. Cuando se lo observé, me dijo:
- Tú sabes andar en bicicleta, ¿verdad?
- Naturalmente-, le dije.
- Bien; quien sabe andar en su propia bicicleta puede andar en cualquier otra.
¿ Qué diantres tenía que ver la bicicleta con su visita? Muchas veces me hice esta y otras preguntas surgidas de sus palabras. Aún sigo haciéndomela sin encontrar una respuesta adecuada. Debo también confesar que la razón me indicaba que este hombre era loco, pero yo sentía un singular cariño hacia él.
He querido representarlo así, actuando en una circunstancia importante de mi vida, en aquel acontecimiento que marcó el fin de una carrera a la cual yo había entregado todas mis fuerzas y todo mi entusiasmo. Fue en verdad un rudo golpe el que sufrí al perder aquella situación conquistada tras largos años de penosa labor; pero cuando le dije todas estas cosas a mi amigo, él se limitó a contestar:
-Es lo mejor que te podía haber ocurrido. Ahora sólo de ti depende que tu despertar no te cause mayores sufrimientos.
Y a continuación me dijo muchas cosas que en ese momento tomé como palabras con que él quería consolarme, al insistir en que yo poseía ciertas cualidades personales indicativas de la promesa de un despertar.
Por cierto que este relato no tiene como finalidad hacer mi autobiografía, ni detallar los pormenores de mi agitada existencia antes y después de este acontecimiento. Y si debo anotar algunos hechos personales es porque necesito proporcionar algunos antecedentes que expliquen a mi amigo, y que también sirvan para substanciar los escritos que me pidió que publicase en esta fecha "con la finalidad de aumentar el número de los nuestros".
Recuerdo que cada vez que le pregunté lo que significaba con eso de  “ los nuestros ” y quiénes eran, me respondió:
-Una clase muy especial de abejas que se da sólo de vez en cuando y con grandes esfuerzos.
Tal fue la voluntad de mi amigo, y yo cumplo con ella no solamente por haber empeñado mi palabra, sino porque advierto en todo esto algo que quizás tenga un valor que a mí se me escapa. Aun es posible que algunos de los lectores sepa de qué se trata, y pueda explicarme a este hombre.
También es menester que haga una confesión: no sé cómo se llama, jamás me dio su verdadero nombre, y, salvo una vez, a mí jamás se me ocurrió hacerle esas preguntas de rigor que exigen nombre y apellido, edad nacionalidad, profesión, etc.
Quizás algunos de ustedes lo conozca o haya tenido noticias de él. Y digo esto porque en aquella oportunidad en que quise abordar este aspecto de su ser, dejé que vislumbrase mi interés por su origen y demás cosas que él nunca explicaba espontáneamente como por lo general lo hace todo hombre a fin de inspirar confianza a los demás. Mi amigo era muy diferente a todas las personas que he conocido en mi vida, y parecía no importarle absolutamente nada la impresión que causara. De modo que cuando surgió la cuestión de mi interés en su identidad, dijo estas enigmáticas palabras:
-Quien verdaderamente lo quiera, me puede conocer. Sólo hace falta quererlo para comenzar. Estoy en todas partes en general, y en ninguna en particular. A quien me llama, voy. Pero esto es sólo una manera de decirlo, porque la realidad es otra. Pocos me saben llamar, y suele ocurrir que cuando acudo a éstos, se espantan, pierden la cabeza y comienzan a abrumarme con muchas preguntas: ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? ¿De qué vives? ¿En qué trabajas? Y así por el estilo. Nunca contesto estas impertinencias porque si el hombre no sabe lo que quiere, es mejor que tampoco sepa nada de mí. Ocurre también que aquellos que me buscan sin darse cuenta, o deciden no prestarme ninguna atención, o se lo atribuyen todo a ellos mismos. Los hay también que me consideran "malo". Pero es solamente natural que así ocurra en esta época de franca degeneración de la inteligencia humana. Desbarato los sueños de los hombres y no les dejo una sola ilusión en pie. Pocos son los que se deciden a mantener el contacto conmigo, pero estos pocos son los verdaderamente afortunados, pues tienen la posibilidad de conocer el valor real de la vida. Claro está que este conocimiento tiene sus responsabilidades; pero ya te enterarás de eso a su debido tiempo.
Recuerdo que en esta oportunidad le dije:
-Entonces me alegro muchísimo de no haberte importunado. Te ruego que disculpes mi curiosidad. No quisiera perder el contacto contigo por nada del mundo.
Ante estas palabras, él sonrió y agregó:
-Hay un medio sencillo de conservar el contacto conmigo: recordando. El recuerdo es el contacto con la memoria. En la memoria está el conocimiento o la verdad. Unirse de corazón a la verdad es lo trascendental. Disfruta de mi amistad mientras esté contigo. Te convendrá procurar entender las cosas que te digo y comprenderme. Todo esfuerzo que hagas en este sentido te será una positiva ganancia, aun cuando a menudo te parezca que toda tu vida se derrumba. Tú eres uno de esos que me han llamado sin darse cuenta cabal de que me buscaban. No me has abrumado con preguntas ni con pedidos necios. Pero debo advertirte que si bien tienes algunas cualidades que me conservan a tu lado, esas mismas cualidades me pueden alejar totalmente de ti si es que no despiertas. Al menos, si ahora despertases, y solamente de ti depende que lo hagas, no sufrirás lo que seguramente habrás de sufrir cuando debas permanecer solo y en silencio, como en el desierto. Yo sólo puedo acompañarte un tiempo. Si no aprendes a atesorar cuando te doy, solamente tu tendrás la culpa de ello.
En aquella época me molestaba el tono protector con que me hablaba en estos casos. Su seriedad me parecía absurda y fuera de lugar. Muchos amigos y algunos de mis compañeros de trabajo sentían una marcada antipatía hacia él. Me preguntaban qué era lo que yo veía en este amigo y lo calificaban de "tipo raro"; algunos decían que no tenía sentimientos, que nada le conmovía. Pero yo sé era un hombre lleno de amor. Cuando comenté las opiniones de mis amigos a raíz de un incidente social, me dijo:
-No te inquieten esas opiniones. Esos son la escoria del mundo, el verdadero mal de la sociedad humana. Siempre hallarás en sus bolsillos las treinta monedas de plata. Nada tengo con ellos, nada quiero tener; están sometidos a otras fuerzas de las que podrían librarse si realmente lo quisieran, pero se han enamorados de sí mismos y confunden el sentimiento con sus debilidades personales.
       Pero será mejor y más práctico que haga un relato cronológico de los hechos.


                                                                  2
INGRESÉ AL periodismo porque tras una de las tantas guerras de este siglo quedé con una pierna tan dañada que me fue imposible reanudar mi profesión en la marina mercante. El hecho de saber algunos idiomas y de poder traducir el lenguaje cablegráfico y no redactar del todo mal, fueron factores que me ayudaron en esta empresa. Era ambicioso, y quise hacer carrera porque sentía muy vivamente que la salud obraba en mi contra y que los años se hacían cada vez más breves. Renuncié a las aventuras y los goces que produce el viajar sin rumbo fijo, como cuando me enrolaba de tripulante en cualquier barco, en cualquier puerto, y también renuncie a la poesía y a muchas otras cosas que hasta entonces habían alegrado mi existencia. Era desagradable caminar apoyado en un bastón, y era aún más desagradable tener a veces que recurrir a las muletas. No disponía del dinero necesario para que un especialista me tratase la pierna como era debido, y de mi patria había huido espantado ante la poco maternal protección de los hospitales militares. Tenía razones muy fundadas para ello. Había visto demasiadas cosas. Pero esto no tiene sino el valor de un antecedente personal.
El sueldo que ganaba era el mínimo. Trabajaba con deseos de prosperar y con entusiasmo. No sólo quería hacer una carrera y crearme un nombre en el periodismo, sino que me daba cuenta también de que en tanto dependiese un día del bastón, y al siguiente de las muletas -según fuese la densidad humana en los tranvías en que debía ir y venir de mi trabajo -mis posibilidades en la vida estaban circunscritas a ser un traductor y nada más. Mi primer objetivo fue, pues, ganar dinero. Y como traía por herencia y por educación ciertas ideas religiosas, estimé que lo mejor era pedir ayuda al cielo. Pensé en hacer mis pedidos a algunos de los santos a quienes se atribuyen milagros, pero mi trabajo obró contra esta decisión. Las noticias informaban acerca de la situación mundial en vísperas de la segunda guerra y acerca de aquella lamentable comedia de títeres en Ginebra. Obraron poderosamente sobre mi ánimo y terminaron por minar mi creencia en los santos. No podía explicarme cómo era posible que con tanta oración, con tanta solícita rogativa a los santos, el mundo siguiese embarcado en una orgía de sangre que había experimentado yo en carne propia y acerca de la cual mi bastón y mis muletas hablaban elocuentemente, sin necesidad que su verdad fuese corroborada por los agudos dolores que solía sufrir. En medio de todo esto, me consolaba pensando que aún conservaba mi pierna y tenía una posibilidad de salvarla. Otros habían salido peor librados que yo, habían perdido o piernas o brazos con heridas de mucho menor importancia que las mías.
Todo esto, aparte de otras cosas demasiado íntimas, determinaron mi ánimo de suerte que dejase a un lado la idea de pedirle ayuda monetaria a San Judas Tadeo, o a San Pancracio, o a cualquiera de los otros santos que, en teoría y conforme a la propaganda religiosa, suelen hacer milagros. Decidí presentar mis cuitas directa y personalmente a Nuestro Señor Jesucristo. Al cabo, siempre había sentido que el " Señor Mío Jesucristo", como "La Salve", me conmovían poderosamente. Y así comencé a recorrer varios templos en busca de un ambiente adecuado hasta que di con uno en el cual había un bellísimo cuadro del Corazón de Jesús que dominaba el altar y la nave central.
Pero a esta altura se hace necesario que confiese que había dejado de acudir a misa los domingos y fiestas de guardar porque en esos días prefería quedarme en cama, en la modesta casa de pensión donde tenía una pieza, a fin de darle un buen descanso a mi pierna. Además, sentía remordimiento de conciencia. Consideraba que los santos sacramentos me estaban vedados por siempre. Esto tenía su origen en la guerra. Tuve un choque violento con el capellán de mi unidad cuando, desesperado, le dije que yo pensaba que Dios era una porquería y que no alcanzaba a explicarme cómo era posible que por medios de sus ministros sancionase semejante matanza de jóvenes. Este incidente ocurrió tras una misa en el frente, en vísperas de que varios cientos de muchachos, de 16 a 18 años, entrasen a recibir su bautismo de fuego. El capellán me había ofrecido la comunión diciendo: "por si acaso mueres". Esto me produjo tal repugnancia que vacié sobre él violentamente toda la cólera acumulada en mí durante un año de vivir en una camisa que hervía con piojos, sin agua y pasando hambre. Soy un hombre violento, y en aquel entonces apretaba el gatillo con facilidad y como si la función más natural de la vida fuese quitársela al prójimo. No recuerdo lo que con exactitud dije ese día pero, en general, fue que me era comprensible que los hombres que nada saben de religión se convirtiesen en bestias, pero que me era totalmente incomprensible que los religiosos sancionasen y aun bendijesen a quienes se entregaban a semejante barbaridad.
No olvidé nunca esta escena. Salí del combate sin un rasguño, pero hondamente conmovido tras haber visto morir, casi indefensos, a tantos muchachos jóvenes. El capellán, que había ayudado a socorrer heridos bajo el fuego enemigo, se sentó a mi lado sobre un tronco de árbol, puso un brazo sobre mis hombros cuando rompí a llorar y me dijo que comprendía mi estado de ánimo. Por un instante creí que estaba llorando de arrepentimiento, pero pronto me di cuenta de que era la tensión nerviosa resultante del combate lo que me hizo flaquear. Sin embargo, en mi conciencia perduró el sentimiento de haber cometido un sacrilegio al decir lo que había dicho de Dios.
Por tanto me consideraba indigno de recibir los santos sacramentos. Y, para decirlo con honradez, también temía la penitencia que resultaría de confesar semejante cosa.
Por este motivo, y quizás también por que quería expiar, a mi modo, mi pecado, siempre que no fuese muy incómodo el hacerlo, acudí a ese templo únicamente por las tardes cuando estaba más o menos vacío.
A raíz de la guerra había perdido, naturalmente, toda fe en los milagros. Por otro lado, las noticias internacionales, que debía traducir diariamente, me indicaban que los milagros correspondían a tiempos ya demasiado remotos para tomarlos en cuenta. Es verdad que de vez en cuando llegaba algún párrafo anunciando alguna cura milagrosa en Lourdes. Pero el milagro que yo esperaba estaba muy lejos de ocurrir, pues esperaba el milagro de la paz. Lo que me había ocurrido a mí en mi tierra les estaba ocurriendo entonces a etíopes e italianos en el Africa. Poco después, en aras de principios supuestamente nobles y con participación de la religión y de los religiosos, comenzó a ocurrir en España. De suerte que en esa fecha sabía en mi fuero interno que para mí no habría milagro alguno a menos que hiciese de mi parte, y por mi cuenta y riesgo, lo que necesitaba hacer.
Sin embargo, no podía ocultar en mi fuero interno aquella profunda fe en Jesucristo. Y aun cuando había blasfemado diciendo que consideraba que Dios era una porquería, la razón me indicaba que si tomaba al pie de la letra el principio de que Él está en el cielo, en la tierra y en todo lugar, nada perdería haciéndole ver o explicándole aquella crisis sufrida en la guerra. Pensaba que con el tiempo también me sería posible persuadirle que me ayudase a ganar el dinero suficiente para tratarme la pierna y poder trabajar normalmente. De modo que al llegar a la iglesia rezaba muy apresuradamente un Padre Nuestro, un Señor Mío Jesucristo y una Salve. Enseguida me dirigía a aquella bella imagen del Corazón de Jesús, diciéndole:
-Señor mío Jesucristo, no es mucho lo que te pido. Sé que no me puedes dar la lotería, y aun cuando te fuese posible hacerlo, no me interesa tanto dinero. Tampoco te voy a pedir que me ayudes a encontrar a una heredera. Por el momento no quiero casarme. Además, ¿qué heredera querrá casarse conmigo cuando se entere de que sólo la quiero para que pague la operación de mi pierna? Únicamente una mujer muy fea lo haría, y no quiero casarme con una mujer fea; tampoco quiero casarme con una muy linda porque, si además de ser linda es rica, con seguridad será idiota y hueca. ¿Sabes lo que decía mi abuelo? Decía: ‘deme la muerte un sabio, pero no la vida un bruto’. Bien sabes que lo llevo metido en la sangre. Por eso, Señor Mío Jesucristo, lo único que te pido es algo que todos parecen despreciar como cosa inútil y superflua: te pido inteligencia. Solamente ayúdame a tener más inteligencia, y yo me las arreglaré a partir de ahí y no te molestaré más.
Unas de mis contadas cualidades es la perseverancia cuando algo me interesa vitalmente. Lo que quería en aquel entonces era abrirme camino y llegar a ser un gran corresponsal internacional. Para ello, en la pensión y de noche, ensayaba los despachos más sensacionales que podía imaginar en base a lo que estaba aprendiendo con mi trabajo. Creaba una serie de acontecimientos políticos de los que era un testigo privilegiado. Bien sabía que estos eran sueños locos, pero gustaba soñarlos. Era también maravilloso advertir que en alguna parte de mi ser había alguien capaz de soñar. Poco a poco, tomando como base la experiencia que me daba el trabajo, comencé a escribir artículos sobre la situación internacional. Disfrutaba muchísimo haciendo pronósticos sobre lo que ocurriría como consecuencia de un hecho dado. Estos pronósticos se basaban en ciertos fenómenos que advertía que se repetían una y otra vez, virtualmente en todos los grandes acontecimientos. Parecían obedecer a un principio, y que este principio gobernaba los actos de los grandes hombres. Esto me hizo reanudar el estudio de la historia que me había atraído especialmente en la escuela. Comencé a entenderla desde otro punto de vista, advirtiendo a la vez que aquella repetición se producía automáticamente desde los tiempos más remotos. Todo estribaba en entender los motivos; los motivos eran siempre los mismos y lo animaban todo. De suerte que cuando mis pronósticos comenzaron a cumplirse con más o menos precisión, decidí intensificar mis pedidos a Jesucristo. Los hice más serios y de mayor envergadura. Anotaba mis pronósticos en una libretita y al cabo de algunos meses comencé a despachar mi trabajo muy eficientemente y con mayor rapidez, lo que me produjo un ligero aumento en el sueldo. También ganaba algunos pesos extra fabricando despachos firmados con algún nombre supuesto, calificándolo de gran internacionalista, y fechándolos en cualquier capital europea. Los diarios que me compraban este material tenían debilidad por los nombres anglosajones.
Me sentí pues obligado a expresar mi gratitud en alguna forma y decidí acudir al templo más temprano, permanecer más tiempo en él. Comenzaba mis súplicas muy meticulosamente:
-Señor Mío Jesucristo: gracias por haberme escuchado. Cada vez veo más claramente. Ya me han aumentado el sueldo, pero la operación cuesta mucho más, de modo que te ruego que me des más inteligencia y así no seguiré importunándote en esta forma.
También le detallaba mis problemas personales, y le pedía consejo diciéndole:
-Ilumíname para poder entender más claramente.
Esta concurrencia al templo se convirtió en un hábito benéfico y, desde luego, económico, pues mientras mis amistades jugaban a los dados en los bares, o iban a distraerse al cinema, yo acudía a rezar. Y el dinero que con ellos hubiese gastado se convertía en una creciente suma que iba depositando en una cuenta de ahorros.
Esperaba con impaciencia el día en que me fuese posible dejar la cojera, el bastón y la muleta, y lanzarme a la gran aventura de dejar las traducciones para empeñarme en la carrera de cronista de asuntos sensacionales.


3
POR ESE entonces conocí a mi amigo.
Al igual que yo, este hombre de aspecto aparentemente concentrado, ocupaba siempre el mismo lugar en el templo. Rezaba con gran devoción. Yo me sentía atraído por tan singular manera de orar. No movía los labios, su rostro no lucía una expresión grave sino que era todo serenidad. Oraba con los brazos en cruz y no quitaba los ojos de la imagen de Jesucristo. A menudo, por observarle, yo me distraía de mis propias oraciones. Pensaba que quizás sería bueno tener ese poder de concentración y poder dirigirse como es debido a Nuestro Señor Jesucristo. Pero aun cuando percibía tales deseos en mí, la idea de imitarle me desagradaba. Mi abuelo siempre me había dicho que se reza con lo que hay en el corazón y no con la cabeza. Yo nunca me había preocupado de ahondar sobre estas cosas, y por motivos que habían nacido a raíz de mi educación, rehusaba terminantemente recitar las oraciones clásicas salvo aquellas que me conmovían. En la escuela había recibido muchas y muy dolorosas zurras debido a mis impertinencias sobre el sentido real y práctico de las oraciones. Pero no hubo zurra lo suficientemente fuerte como para vencer mi empecinamiento, y mis profesores habían conseguido, con ellas, convertirme en un rebelde contumaz.
Este hombre parecía medir con exactitud la duración de sus oraciones. Siempre llegaba antes que yo. Nunca lo ví entrar después de mí. Pero terminaba uno o dos minutos antes de lo que terminaba yo. Se persignaba de un modo muy solemne, pero sin la menor afectación. Me había fijado que detenía la mano en los puntos establecidos más tiempo de lo que hacían los propios sacerdotes. Una tarde se me ocurrió que quizás el santiguarse en esa forma tuviese un sentido muy especial. Este hombre tampoco mojaba los dedos en la pila del agua bendita. Se marchaba muy silenciosamente. Al cabo de algunos días, advirtiendo que yo le miraba hacer, comenzó a saludarme con una ligera inclinación de cabeza. Entonces fué cuando noté que había en su apariencia algo fuera de lo común. Su expresión al saludarme era muy bondadosa. Pero también indicaba una gran fuerza. Y cuando yo me retiraba del templo para acudir a mi trabajo, lo veía en las gradas encendiendo o bien fumando un cigarrillo.
       Una tarde en que las noticias eran más abundantes y críticas que de costumbre, salí del templo junto con él pues tenía prisa en llegar pronto a mi trabajo. Al llegar a la puerta chocamos. Mi cojera era un obstáculo, y a fin de dejarlo pasar primero, hice un brusco movimiento y dejé caer mi bastón al suelo. En vez de salir, él se agachó inmediatamente y me lo entregó diciéndome:
       -Le ruego que me disculpe. Fué una torpeza de mi parte.
Me quedé asombrado pues no cabía la menor duda de que el torpe había sido yo en mi pueril afán de ganarle la delantera y solamente cuando me hube dado cuenta de que el bastón podía ocasionarle un traspiés a él lo había dejado caer.
Huelga decir que yo estaba ya bastante acostumbrado a que las gentes me increpasen a causa de mi torpeza, especialmente en los tranvías. En una oportunidad, y en la misma iglesia, una señora muy devota me había increpado al tropezar con el bastón que yo, inadvertidamente, había dejado a mi lado. Y al pedirle disculpas por mi negligencia, ella me había dicho:
           -Por algo Dios le ha castigado en esa forma, ¡desconsiderado!
No dudé por un instante de que esta señora estaba en lo cierto ya que yo había pecado tan gravemente contra Dios en la guerra, de modo que supuse que sus palabras eran una advertencia para que fuese más cuidadoso con el bastón que le había ocasionado una molestia a tan devota señora. También pensé que las advertencias incluían una admonición para que jamás concurriese al templo con muletas. La señora se había apresurado a llegar al confesionario donde había una larga cola de damas esperando turno. Cuando miré a aquella a quien tanto había perjudicado, me di cuenta de que también caía sobre mí la culpa de haberla hecho perder por lo menos dos lugares en la fila, debido al tiempo que hubo de emplear en recordarme mis pecados y blasfemias. Estaba dando vueltas a su rosario con manos agitadas y nerviosas, y colegí que esta señora en realidad necesitaba confesarse a toda prisa.
Relato este incidente porque se había ya enquistado en mí cierta resignación para recibir las imprecaciones de las buenas gentes a quienes mi bastón y cojera tanto molestaban. De manera que cuando este extraño hombre me pidió disculpas por algo de lo cual yo era el único culpable, no atiné a contestar nada. Tan sorprendido estaba ante semejante novedad. Recuerdo haber tratado de decir algo, pero no sé si pude modular las palabras. Él abrió la puerta estrecha muy cuidadosamente, se hizo a un lado y me invitó:
        -Pase Ud. primero, por favor. Seguramente lleva prisa.
Yo únicamente atiné a inclinar la cabeza en señal de gratitud.
Sólo al estar afuera pude reponerme parcialmente del asombro, y le dije:
        -Bien sabe Ud. que la culpa fué mía. Es Ud. muy amable. Muchas gracias.
       Es menester que acá destaque algo muy singular que sentí en ese momento. La deferencia que él había demostrado me produjo una irritación muy curiosa. Esperé que respondiese con el consabido: "de ninguna manera". Aguardé con verdadero deseo que lo dijese puesto que me habría desilucionado. ¿Qué razón había para que yo sintiese tan extraño deseo? Aún no me lo puedo explicar.
         Pero él no lo dijo, y entonces ocurrió otro hecho insólito. Sentí una viva alegría ante su leve y silente inclinación de cabeza. Y para mis adentros comenté:
         -Menos mal que éste no es un baboso.
Tras su venia, se alejó de mí. Yo comencé a bajar las gradas del templo con aquella torpeza típica de los cojos que sólo pueden descender un escalón a la vez. Y ese día el descenso fué espantosamente lento para mí. Sentía a mi espalda la sensación de que él me estaba observando y que me compadecía. Por lo general, la compasión que algunos expresaban ante mi cojera tenía un sabor a hopicresía y me irritaba muchísimo. La calificaba de falsa piedad, de una fórmula banal como cualquier otra.
        Una vez más hube de cambiar mi modo de pensar acerca de este hombre. Mi juicio había sido muy impulsivo. Cuando llegué a la vereda, miré hacia atrás y lo ví alejarse en dirección contraria a la mía, como si no hubiese ocurrido nada.
         No volví a recordar este incidente hasta el otro día cuando hube llegado al templo. Por ciertos arreglos que se estaban haciendo en el interior, los bancos que él y yo usábamos para orar no estaban en la posición acostumbrada. Este hombre había ocupado el extremo del único banco desde el cual se podía mirar directamente hacia el altar. Y ese extremo estaba apegado a un grueso pilar. Me acomodé en el mismo banco, pero un poco alejado de él y tuve la precaución de colocar mi bastón tras de mí, en el asiento. Cuando él hubo terminado sus oraciones, se sentó; yo no me di cuenta de este hecho sino cuando a mi vez hube terminado y me preparaba para retirarme. El hombre había esperado pacientemente pues para salir hubiese debido interrumpirme a mí. Semejante delicadeza me conmovió, tanto más cuanto que yo ya me había percatado de su costumbre de abandonar el templo en cuanto terminaba sus oraciones. Le miré, le sonreí y le dije:
         -Muchas gracias, señor.
        Hizo nuevamente una venia con la cabeza, se puso de pie y esperó a que yo acomodase la postura de mi pierna y recogiese el bastón. Traté de hacerlo lo más rápidamente posible a fin de corresponder a su delicadeza, y a raíz de un movimiento brusco sentí un dolor tan agudo que, sin darme cuenta de lo que hacía, exclamé:
         -¡Mierda!
        Tenia yo ya el bastón en mi mano derecha. Lo dejé caer para apoyarme en el respaldar de la banca y con la mano izquierda pude tocar la parte dolorida de mi pierna. Cuando estaba inclinado me di cuenta de lo que acababa de decir, y levanté la cabeza para mirar a este hombre, sintiendo que tenía el rostro encendido de vergüenza. Pero él sonreía inmutable, y con la misma expresión cariñosa y amable, dijo como si fuera la cosa más natural del mundo:
          -Amén.
          Tan violento fue el choque que esto me produjo, que no pude contener la risa y fue necesario que me tapase la boca con la mano para no provocar un escándalo. Acababa yo de decir una barbaridad ante este hombre que, a todas luces, tomaba muy en serio esta función religiosa. Sin embargo, no sólo no se había mostrado violento ni molesto, sino que incluso había disipado mi vergüenza y mi culpabilidad de un modo tal que yo había caído en la más franca hilaridad. Porque así como soy violento, tengo la risa fácil. Lo uno va con lo otro.
       Hice un esfuerzo y me repuse hasta donde pude. Tomé el bastón y comencé a salir con mi acostumbrada torpeza. Este hombre ni siquiera hizo un ademán para ayudarme, y por ello me sentí agradecido. Su "amén" ya era una concesión notable a mi debilidad.
       Cuando estuvimos afuera, sin embargo, me consideré obligado a darle una explicación, de modo que lo detuve y le dije:
-Señor, le ruego perdonarme. Créame que ha sido una exclamación involuntaria. El dolor fué muy agudo.
-Comprendo,- me dijo él. Esos dolores son verdaderamente agudos. Dadas las circunstancias, su exclamación es natural. No tiene por que disculparse ante mí.
Confieso que pasó mucho tiempo antes de que entendiese su frase. Aun ahora me parece inexplicable. Pero en ese momento ni pensé en ello ya que estaba preocupado en formular mis disculpas y corresponder con decoro a las deferencias que él había tenido conmigo, de modo que le dije:
       -Me doy cuenta de que mi exclamación debe haberle herido en su devoción. Ha sido Ud. demasiado deferente conmigo y no quisiera producirle un desagrado. Al fin y cabo, mi devoción no es igual a la suya; yo no vengo al templo a adorar ni a pedir perdón por mis pecados porque sé que no tienen perdón y que, además, no lo merezco. Vengo a pedir ayuda para menesteres muy poco espirituales. Como podrá Ud. ver, sumo un pecado a otro, y todo por un dolor en la pierna.
     Fué en esta oportunidad en que me endilgó su primera paradoja. Hablando muy intencionada y pausadamente, dijo:
        -Lo mismo que el bien y la virtud, el pecado y el mal sólo pueden darse en la vigilia. Quien duerme, duerme; para el dormido no hay pecado, como no hay bien ni hay virtud. Hay solamente sueño.
         Lo miré expresando cierta sospecha de hallarme frente a un loco, pero su mirada era tan limpia, estaba tan fija en mis ojos, sin por ello ser impertinente, que vacilé antes de completar mi juicio. No dije nada. Él continuó:
         -En realidad, nadie peca deliberadamente; nadie puede hacer el mal deliberadamente. En el sueño las cosas son como son y de la única manera en que pueden ser. Cuando se está dormido, no se tiene control ni dominio sobre lo que ocurre en los sueños.
          -Confieso que no puedo entenderle,- dije.
          -Es solamente natural que así sea. Olvide este incidente que no tiene mayor importancia.
          -Pero mucho me temo que le haya herido a Ud. con esa expresión totalmente involuntaria.
       -No, no me ha herido Ud. en forma alguna. Se ha herido a sí mismo. La inmensa mayoría de los hombres se hieren a sí mismos en esa forma, justamente porque casi todo cuanto piensan, sienten y hacen es involuntario.
       -Me agradaría poder comprenderle. Lo que me dice es muy confuso y lamento que mis preocupaciones no me permitan reflexionar sobre el sentido de sus palabras.
      -Aún en el sueño el hombre tiene cierto poder de elección, muy limitado por cierto; pero lo tiene. De todos modos, cuando lo ejercita, este poder aumenta. Si su interés en comprender es sincero y profundo no le será difícil darse cuenta de que el hombre dormido puede elegir entre despertar y seguir durmiendo.
No estaba yo interesado en acertijos de esta especie. Sin embargo, me atrajo la manera de hablar de este hombre. Pero tenía prisa en llegar a mi oficina para ver si se había cumplido o no mi último pronóstico. Además, la crisis general en Europa nos traía a todos muy atareados, de modo que mi ánimo no estaba predispuesto a meditar en las cosas que acababa de oír. Para no pecar de grosero, le dije:
      -Seguramente lo que Ud. dice es muy cierto. Al menos, en mi caso así lo es. Me siento aliviado de no haberle ofendido en sus sentimientos religiosos. Trataré de ser más cuidadoso en el futuro. Ahora le ruego me disculpe, pues debo ir a mi trabajo.
       Estaba a punto de decirle el acostumbrado "hasta luego", cuando él me interrumpió:
        -No tengo rumbo fijo, de modo que si me lo permite le acompañaré.
Yo siempre había evitado la compañía de amigos y conocidos, sabiendo que mi cojera les producía impaciencia en vista de que yo debía poco menos que arrastrar la pierna herida. Y estaba a punto de decirle que no, que tenía mucha prisa, cuando advertí lo incongruente de mi disculpa. No podía, en forma alguna, hablar yo de andar aprisa. No sabiendo que hacer, sólo atiné a decirle:
        -Con el mayor gusto.
     Pero interiormente hervía de rabia. Este hombre se imponía sobre mi voluntad de una manera tan suave, y a la vez tan resuelta, que no pude ocultar mi irritación y comencé a moverme en silencio. Cada uno de sus gestos fué, sin embargo, considerado. Mientras yo bajaba dificultosamente los escalones del templo hacia la vereda, él me dijo que se adelantaría a comprar cigarrillos. Cuando nuevamente estuvimos juntos, jugó con el paquete y al llegar a la esquina no tuvo aquel piadoso gesto, que tanto me irritaba en los demás, de ayudarme a cruzar hacia la vereda opuesta. Caminó a mi lado muy naturalmente, como si mi andar fuese el de un hombre normal. No obstante, me parece que él captó mi irritación interior, pues me dijo:
       -Los dolores como el que Ud. sufre son lo que Ud. expresó en la iglesia. Y me agradaría que lo arrojase fuera de sí.
     Esto únicamente aumentó mi irritación. Estuve a punto de decirle que la compasión me era enfermante y que, de todos modos, a él mal podía en verdad importarle si yo estaba o no sufriendo un dolor. Pero algo me contuvo, y guardé silencio. Caminábamos a mi paso, muy lentamente. Durante un trecho ambos guardamos silencio. Comencé a recordar que a mi vez, en más de una oportunidad, yo también había deseado vivamente la desaparición de los dolores que sufrían otros heridos más graves, especialmente en los hospitales de sangre. De modo que pensé que quizás este hombre no era un hipócrita al decirme lo que sentía con respecto a lo mío. Comencé a sentirme más tranquilo y a la vez cobré más confianza hacia él. Me ofreció un cigarrillo y al observar mi ademán de buscar fósforos en el bolsillo, con el bastón colgado al brazo, me dejó hacer. Sentí simpatía por él, y decidí confiarle mi bochornoso secreto:
     -Espero no ofenderlo con lo que le voy a decir, pero la realidad es que acudo a la iglesia a ver si ayudándome con las oraciones obtengo un poco más de entendimiento con que desempeñarme mejor en mi empleo. Espero así ganarme un aumento de sueldo. Lo necesito y trabajo horas extras para poder costear la operación de mi pierna y quedar sano. Pero no piense Ud. que yo espero que me ocurra un milagro; pido, además, otras cosas que quizás sean demasiado mezquinas.
     -Comprendo, me dijo.
    -Espero poder juntar la suma necesaria dentro de poco. Cuando pueda caminar bien podré trabajar mejor y hacerme de una carrera y de un nombre.
    -Por lo visto tiene Ud. un propósito bastante preciso.
    -Bueno; sin un propósito preciso es muy poco lo que uno puede hacer, le dije.
   -Es una gran cosa tener un propósito preciso, saber lo que se quiere. Es mucho más importante de lo que los más imaginan. Pero son muy contados los hombres que realmente saben lo que quieren en la vida; algunos creen saberlo, pero se equivocan. Confunden los fines con los medios que usan, y a veces sucede que los medios son su verdadera finalidad. Pero como los ven como medios, porque no pueden ver más ni mejor, utilizan grandes y sublimes medios para fines bastantes mezquinos. Así es como se prostituye el conocimiento.
    Este comentario me produjo un malestar interior y contesté:
    -¿Se refiere Ud. a mi caso, al hecho de que no acudo a la iglesia con fines espirituales?
  - No,- me dijo él-. Hablo en términos generales. No creo que Ud. me haya autorizado para tratar directamente las cosas íntimas suyas. Por lo demás, cuando quiero decir una cosa la digo directamente y sin rodeos.
   - Quizás le llame a Ud. la atención mi actitud en la iglesia. Pero es el caso que no sé rezar, tampoco sé adorar. Solo sé pedir, y pido a mi manera. La religión dejó de interesarme por muchas razones.
   -Pero, por lo visto, Ud. no ha perdido la fe y eso es lo único que verdaderamente importa. Tanto más en su caso particular. Hay mucho qué decir sobre la fe. Es algo que debe crecer en el hombre. Y en cuanto a saber rezar, es más sencillo de lo que Ud. supone. En nuestros tiempos se ha complicado mucho el sentido de la oración. Yo opino que cuando se sabe lo que se quiere y se lucha por alcanzarlo, aún cuando no se lo formule en palabras, se está en permanente oración. Alguna vez leí en alguna parte que todo querer profundo es una oración y que jamás queda sin respuesta; el hombre siempre recibe aquello que pide. Pero como por lo general el hombre no sabe lo que su corazón realmente quiere, tampoco sabe pedir lo que mejor le conviene. De ahí que estime que el Padre Nuestro, por ejemplo, es una oración accesible tan sólo a un corazón sediento de verdad y hambriento de bien. Todo verdadero milagro estriba en eso, pero el hombre moderno ya no lo ve en esta forma, y también ha perdido el verdadero sentido de lo milagroso. Lo busca fuera de sí mismo, en lo fenomenal. El hombre moderno ha olvidado muchas cosas sencillas y este olvido es la verdad subyacente en el concepto del pecado original.
    - Yo no creo en los milagros, repuse.
    - Es posible que tal sea su formulación. Pero permítame que ponga en duda sus palabras.
    - ¿Cómo no voy a saber lo que yo mismo creo?
    - Los hechos lo revelan. Es muy sencillo, si los observa bien. Si Ud. no creyese en lo milagroso no acudiría a la iglesia.
Y sin darme una oportunidad para responder, se despidió diciendo:
   - He disfrutado mucho de su compañía. Se lo agradezco. Quizás podamos volver a estos temas si Ud. tiene interés en ellos. ¿Irá Ud. mañana a la iglesia?
   - Con seguridad, le dije. Si estoy vivo.
   - Y si Dios lo permite, agregó él muy seriamente.
   Quedé confundido. Esta última expresión me había molestado. Por momentos este hombre parecía la sensatez misma, pero he aquí que sus paradojas y sus contradicciones me mortificaron. De todos modos, me dije, al menos es honrado y no es un baboso.



4
VOLVIMOS A caminar juntos al día siguiente. Y al otro día también. Y así fué consolidándose entre nosotros una hermosa y sincera amistad. Sus paradojas me llegaban sólo de tarde en tarde. Se preocupaba de que me alimentase bien, de que disfrutase de un descanso suficiente. Me persuadió hasta hacerme abandonar el trabajo extraordinario que me privaba de sueño y reposo. Me ayudaba a hacer mis pronósticos y pronto tuve varias libretitas llenas de apuntes. Pero lo que más parecía preocuparle era mi pierna. Y un día, muy tímidamente, se aventuro a decirme:
     - He discutido su caso con un cirujano amigo mío. Si Ud. puede pagar las radiografías, él le operará gratuitamente. Los gastos de hospital, anestesia, pabellón, etc., podrá Ud. pagarlos por mensualidades. ¿Le interesa?.
      - ¡Naturalmente!, exclamé. No cabía en mí de gozo.
Para esta fecha habíamos intimado un poco mas y nos conocíamos mejor. Me atraía su manera franca y abierta de hacer las cosas; especialmente la forma como lanzaba sus opiniones sin preocuparse de las mías. Pero el tema religioso lo había descartado, lo que no dejó de llamarme la atención.
Obtuve de mis jefes el permiso necesario para ausentarme de la oficina, e incluso ellos me proporcionaron un anticipo a cuenta de futuros sueldos, para que pudiese completar las sumas que me faltaban. Esa memorable tarde mi amigo me esperaba en la puerta de la iglesia.
- Estamos retrasados- me dijo-. Vamos en un taxi.
Durante el viaje no habló nada y yo tampoco, salvo:
- Es una lástima que esta tarde no haya podido rezar. Me hubiese gustado dar las gracias por todo esto.
- Tranquilícese en ese sentido, me contestó él. Están dadas, recibidas y está Ud. en paz con El.
No tuve siquiera tiempo para sorprenderme porque en ese instante llegamos a la clínica y él se anticipó a pagar al chofer.
Aquellas cinco semanas pasaron tan veloces que casi no puedo recordar los detalles. El me visitaba todos los días; se hizo cargo de algunos asuntos personales que yo no podía atender, y cuando el médico me autorizó a levantarme y a que hiciese la prueba de caminar, se mantuvo alejado.
Mis primeros días sin bastón, aún en la clínica, fueron bastante desagradables. Había adquirido el hábito de cojear y echaba de menos el bastón. Mi amigo me dijo:
- Todo hábito es una cosa adquirida y puede uno cambiarla. Haga este ensayo.
Y poniendo en mi mano una caja de fósforos, me indicó:
- Apriétala en la mano como si fuese el mango del bastón.
Al cabo de algunos ensayos comencé a advertir que haciéndolo en esa forma me sentía mas seguro y caminaba mejor. Pasó el tiempo y fui dado de alta. Ese día mi amigo vino a buscarme y abandonamos la clínica juntos. Cuando agradecí al cirujano su gentileza en no haberme cobrado por la operación, noté que se turbaba. Mucho tiempo después me enteré de que esta turbación se debía a que mi amigo había pagado todos los gastos. Nunca me dio una oportunidad para agradecerle este gesto.
Cuando dejamos la clínica y yo caminaba al lado suyo alegremente, hizo uno de sus comentarios paradojales:
- Las gentes creen que los hábitos se dejan cuando en realidad uno sólo puede cambiarlos. La sabiduría del hombre se prueba justamente en qué hábitos cambia y cuales adopta en lugar de los que cree que deja. Le digo esto con un doble propósito: el principal es que aprenda Ud. a conocerse a sí mismo; el otro, es indicarle un detalle por el cual puede tomar el hilo de este conocimiento que algunos hombres muy sabios estiman indispensable para la felicidad humana. Por ejemplo, ahora va Ud. apretando la caja de fósforos, y disimula este hábito llevando la mano escondida en el bolsillo. Esto no es especialmente perjudicial. Se lo digo únicamente para que aprenda a observarse a sí mismo. Por ahora basta con que lo sepa. Podía Ud. haber seguido creyendo que ha dejado atrás el hábito del bastón pero lo que ha dejado atrás es solamente el bastón y no el hábito de apoyarse en algo para caminar. Ahora se apoya Ud. en una caja de fósforos. No sé si me entiende lo que quiero decirle.
Saqué la mano del bolsillo inmediatamente, algo avergonzado, pero él dijo:
- No, no fué esa mi intención. No me ha comprendido Ud. Ya lo ve, podía haber cambiado el hábito de caminar apoyado en algo por el hábito de reaccionar con un exagerado amor propio y eso sí que sería realmente perjudicial. Lo sabio es tener discernimiento en estas cosas, en estas nimiedades, porque de nimiedades está hecho todo lo que es grande. Cuando queremos ser mejores y no sabemos precisamente y por nosotros mismos lo que es mejor o lo que es peor, fácilmente caemos en absurdos y nos esclavizamos a lo que otros determinan qué es mejor o peor. En cada ser humano hay un Juez siempre dispuesto a orientarnos. Pero debido a nuestra pésima educación y a las consecuencias de ella y de otras cosas, o ignoramos a este Juez Interior o bien, cuando nos habla no le prestamos la debida atención. Este Juez somos nosotros mismos en una forma distinta, digamos invisible. Me atrevería a decirle que en el caso suyo fué este Juez quien lo hizo ir a la iglesia y quien lo ha orientado en muchas de sus tribulaciones. Recordar a este Juez, practicar su presencia en sí mismo, es cosa muy importante. Y como quiera que se trata de un aspecto, digamos, superior de nosotros mismos, a este Juez podemos llamarle YO. Pero no ese ‘yo’ ordinario que conocemos. Esforzándonos por sentirle en cada uno de nuestros actos, de nuestros sentimientos, de nuestros pensamientos, le nutrimos. Eventualmente podemos llegar a advertirlo como algo sumamente extraordinario, sumamente inteligente y comprensivo. Es una sensación y un sentimiento muy diferentes a lo que estamos acostumbrados a considerar como YO. No aparece de la noche a la mañana, sino que hay que ir forjándolo pacientemente. Pero basta por ahora. Piense en ello, se lo ruego. ¿Le gusta andar en bicicleta?
Conteste que sí.
   - Magnífico, dijo él. Si Ud. lo quiere, cuando regrese de un viaje que debo hacer ahora, podemos emprender una serie de paseos juntos. Afortunadamente dispongo de dos, una es de un hermano que murió. ¿Le gustarían esos paseos?
      - Ya lo creo, le dije.
Y en realidad, libre de mi cojera, sentía que el mundo era una cosa maravillosa. Me despedí de mi amigo. Al día siguiente acudí a la iglesia mucho más temprano que de costumbre. Expresé mi gratitud a Jesús y cuando estaba murmurando mi improvisado discurso, recordé las palabras de mi amigo en nuestra primera charla:
- Si no creyese Ud. en lo milagroso no acudiría a la iglesia.
Me di cuenta de que en todo cuanto acababa de vivir se había producido un milagro, pero no estaba del todo convencido. Todo había ocurrido demasiado casualmente, y además yo estaba acostumbrado a pensar que los milagros, para que fuesen reales, debían ocurrir en unos pocos segundos. El mío había demorado cerca de un año y esto no era, para mí, un milagro. Quizás quien lea esto pueda explicar la razón por qué en mí había una voz, una idea, un algo que insistía en que se había producido el milagro, pero yo no acierto a dar con ninguna que me satisfaga por completo, a pesar de que mi amigo me habló a menudo sobre “la ilusión del tiempo” En lo que me pidió que publique hay una mención del tiempo y del amor que yo, francamente, no entiendo. Me he limitado a copiar a máquina las cuartillas que él me entregó.
Pero volvamos a él.


5
COMO YA lo he mencionado, nunca supe su nombre, su verdadero nombre. A veces decía que los nombres carecen de importancia, que lo verdaderamente importante está más cerca de nosotros que nuestro propio nombre, que es más real que nuestro nombre. Decía que los nombres son únicamente una conveniencia social, un medio de identificarse. A veces decía que se sentía identificado con ciertas y extrañas abejas de Yucatán, a veces con un Príncipe Canek que había sido amado por una Princesa Sac-Nicté; otras veces solía decir que su amor por el Sol le urgía sentirse del mismo espíritu que cierto Inca llamado Yahuar Huakak cuyas inquietudes él había compartido un tiempo pese a que entre ambos mediase la friolera de unos cuantos siglos. Otras veces me confiaba que estaba enamorado de la sabiduría de Ioanes y de algunas de las cosas de Melchisedec.
      Muy a menudo le oí comentar:
      - Lo único que verdaderamente importa, es ser. Cuando el hombre es, lo demás lo tiene por añadidura.
En mis apuntes de aquella época encuentro registradas algunas de sus palabras: "El tiempo, el desarrollo de la vida y de los acontecimientos del hombre es cosa que muy pocos toman en cuenta y que un número aún más reducido es capaz de entender. La vida es un milagro en sí misma, pero nosotros raramente ponderamos sobre ella. Damos por sentadas muchas cosas que no son verdad, que dejarían de ser ciertas si les aplicásemos una interrogante, un ¿por qué? No sabemos quiénes somos verdaderamente, ni qué es lo que verdaderamente somos, qué inclinaciones son las que realmente nos animan. Pocos son los que se convencen de esto. La mayoría cree que con el nombre, la profesión, y algunas otras cosas circunstanciales, ya lo saben todo. Nuestra manera de pensar es todavía muy ingenua. Mucho de lo que los hombres atribuyen a la educación moderna ha de buscarse en las profundidades de la psicología más pura que es algo que se ha perdido. Pero también ocurre que hay muchos psicólogos que no entienden ni siquiera las cosas que ellos mismos dicen. De otro modo ya hace tiempo que hubiesen descartado el psicoanálisis. La ciencia ordinaria no cree ni acepta lo milagroso porque no es verdaderamente científica. Hay hombres de ciencia que ocasionalmente y por razones morales, suelen hablar de lo espiritual, pero ni siquiera se detienen a ponderar en lo que es la materia en sí. Hay hombres supuestamente espirituales que no advierten la trascendencia de lo que Jesucristo dijo a Nicodemo, y que el Evangelio registra con estas palabras: “Si os he dicho cosas terrenas y no creéis,¿ cómo creeréis si os dijere las celestiales?” Y es que la ciencia no quiere advertir que en las palabras, las parábolas, los milagros y todos lo hechos conocidos de Jesucristo hay mucha más ciencia que la que ordinariamente podemos imaginar. Debido a esto, la filosofía que conocemos se basa en ingenuidades anti-científicas, así como la religión cristiana que conocemos está reñida con las principales verdades que enseñó Cristo. Pero no debemos desesperar. Hay quienes tienen las llaves de la verdadera ciencia y sus conocimientos son exactos y precisos, y no puede uno equivocarse con respecto a ellos. La única dificultad estriba en que a esta ciencia y a estos conocimientos nadie llega por casualidad. Debe buscarlos con afán y prepararse a sí mismo durante mucho tiempo. Pero todos podemos ponernos en contacto con estos hombres, podemos tomar contacto a través de sus ideas y, sobre todo, mediante el esfuerzo que hagamos por comprenderlas. Es el esfuerzo sincero lo que vale. Hay mucho de esto, especialmente en literatura. Pocos sospechan que un librito que cuesta sólo unos cuantos centavos contiene las enseñanzas más maravillosas que pueda uno desear. Como digo, pensamos muy ingenuamente, mejor dicho, no sabemos cómo pensar. La ciencia y la filosofía por ejemplo, utilizan medios que, si ponderasen sobre ellos, los convertirían en finalidades. Uno de estos medios se conoce con el nombre de ‘intuición’. La ciencia ignora cuanto debe a la intuición; igual cosa ocurre con la filosofía. Se trata de una gradación o velocidad distinta de la función de la inteligencia humana. Lo mismo podemos decir del arte y de la religión. Las revelaciones en que se basa el dogma religioso son algo que todos los teólogos quieren elaborar sin percatarse de que a la velocidad a que trabaja la razón ordinaria es material imposible de elaborar”.
     - ¿Qué librito es ese que cuesta pocos centavos?, pregunté.
     - El Sermón de la montaña. Es la suma de los capítulos cinco, seis y siete del Evangelio de San Mateo.
     - ¿Por qué la religión nada dice acerca de esto?
   Mi amigo me miró y sonrió.
     - La religión no advierte que su error estriba justamente en el concepto que tiene de ‘religión’. Sin embargo, para poder entender la verdad de este concepto es preciso descartar el concepto ordinario.
Quedé pasmado ante semejante galimatías.
       - Pero Ud. es obviamente un hombre religioso. ¿Cómo puede decir eso?
       - Ya lo ve, me contestó. Ud. no puede salir del ataúd en que lo ha metido su educación, su concepto de la moral religiosa, etcétera. Muchos hombres suelen advertir la posibilidad de salir del ataúd, y entienda Ud. la palabra ataúd literalmente; asoman la cabeza por encima de los bordes, pero la idea de la libertad que ven los asusta y pronto se vuelven a meter en su ataúd y hasta cierran la tapa con pernos para que nada perturbe su sueño.
      - ¿Pero porqué me dice Ud. que la religión es un concepto errado?
      - Religión significa re-ligar y nada hay que religar porque nada hay en el Universo que esté desligado de algo. Sin embargo debemos representarnos las cosas como si estuviesen desligadas debido a las limitaciones de nuestros sentidos y del entendimiento que derivamos de esta limitación. ¿Cómo podría conciliarse el concepto de religar con lo que afirma lo más elemental del catecismo, por ejemplo, de que Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar? O aquella otra afirmación de uno de los padres de la iglesia, el Apóstol Pablo, quien dijo: “En Dios vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser”.
       - Entonces ¿qué es lo hay que hacer?
- Darse cuenta de lo que significa la palabra Universo; esforzarse por elevar la inteligencia a aquellos estados de agudeza en que estas ideas son cosa viva. Nuevamente podemos recurrir a la entrevista de Nicodemo con Jesús, porque en el mismo tema Jesús dio la llave del entendimiento de estas cosas al decir: “ Y nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere no se pierda, sino que tenga vida eterna”.
- Esto es sumamente difícil de entender.
- Todo depende del esfuerzo que se haga por entenderlo. El esfuerzo por entender estas afirmaciones que parecen tan obscuras es justamente la llave que nos puede abrir las puertas del cielo; pero sucede que la mayoría se conforma con la primera interpretación que encuentra, olvida el esfuerzo y así comienza a caer, comienza el pecado original. Porque significa detener el desarrollo de la inteligencia. Cuando se detiene este desarrollo, cuando el hombre se da por satisfecho con la comprensión de hoy y no trata de ampliarla al máximo de intensidad de que es capaz, pierde su capacidad, pierde su comprensión y eventualmente pierde su alma; mejor dicho, mutila, entorpece su crecimiento de tal forma que el alma enferma y hasta puede morir del todo. Esto es algo de lo que Jesús trató de explicar en la parábola de los talentos, en la del traje de bodas y, sobre todo, en esas dos palabras con que uno se encuentra a cada instante en los Evangelios: “Velad y orad”.
Con el tiempo hasta llegué a acostumbrarme a este lenguaje tan especial de mi amigo. Lo presenté a algunos de mis compañeros, y cuando éstos me preguntaron quién era él, no sabía que responder de modo que decidí hacerlo pasar por un pariente, algo excéntrico, pero una buena persona en el fondo.
Cuando le informé de esto con la secreta esperanza de que me dijese la verdad sobre sí mismo, comentó:
- Nuestro verdadero parentesco es mucho más real de lo que Ud. mismo se imagina. Ya se enterará de esto algún día.
- ¿No cree Ud. que exagera un poco este misterio?, le dije.
- La verdad siempre parece una exageración a quienes no la advierten.
- Es un poco difícil de llevar.
- No lo dudo. Pero es que Ud. todavía no se da cuenta de que hablamos idiomas diferentes, porque tenemos un entendimiento diferente.
- Entonces, ¿por qué no hablamos el mío?
- Porque aun cuando no lo sepa bien, Ud. quiere aprender el mío. Si me guiase por sus palabras hace tiempo que hubiésemos dejado de vernos y de charlar. No hablo con lo que Ud. aparenta con sus palabras, sino con lo que Ud. puede ser.
- Esto sí que es un galimatías. ¿Es todo cuanto me tiene que decir?
- Lo que yo le diga dependerá siempre de lo que Ud. quiera preguntarme.
Pese a que estas entrevistas siempre me dejaron molesto, al advertir como él siempre manejaba mi pensamiento y desviaba mis propósitos, no pude evitar que mi cariño hacia él aumentase. Era algo muy contradictorio lo que ocurría en mí mismo.
Así paso el tiempo. Yo continuaba apoyándome en cajas de fósforos que llevaba siempre en el bolsillo, y no podía olvidar la guerra. Sobre todo, no podía olvidar la sensación de repugnancia que sentía hacia mí mismo cada vez que volvía a mi memoria el recuerdo de cierto hombre a quien había muerto clavándole una bayoneta en el vientre. Tan horrorosa era la agonía que le había visto padecer, que por instantes deseaba haber sido yo el muerto. Estas escenas volvían con frecuencia ahora que los despachos de guerra daban cuenta del número de bajas ocurridas en los distintos frentes. No podía tomar estas cifras como si fueran cifras solamente; para mí representaban padecimientos humanos que no afectaban únicamente a las tropas, sino que cada soldado y cada hombre se convertía en el centro de una tragedia para toda una familia, para todo un círculo de amistades y quizá para la misma tierra. No podía explicarme de dónde ni cómo me venían estos pensamientos, pero sentía un gran malestar interior que a veces se convertía en algo doloroso. De manera que hacía todo lo posible por huir de ellos en estos momentos y hasta llegué a sentir envidia de la frialdad con que mis compañeros barajaban estas cifras. También me causaba asombro cada vez que en los diarios veía los titulares registrándolas como si se tratase de acontecimientos sin precedentes en la historia del mundo, y como hechos verdaderamente gloriosos. Los diarios pagaban elevadísimas sumas por tener estas noticias; a su vez, las gentes pagaban sus monedas con gusto por leerlas.
La guerra se había convertido en un fantasma que acosaba mi conciencia. De cada diez despachos que llegaban a mis manos para ser redactados, nueve trataban directamente de la guerra y el décimo indirectamente. Así paso el tiempo de Etiopía, el tiempo de España y un buen día llego el de Polonia y finalmente la guerra se extendió por todo el mundo. Tan abrumador era este hecho que por la fuerza de su número los despachos comenzaron a cegarme. Poco a poco fui encalleciéndome con tanta reproducción de cifras sobre muertos, heridos y desaparecidos. Cierto día advertí que estaba interesado y que gozaba con la descripción del bombardeo de una ciudad en la que habían perecido miles y miles de mujeres, niños y ancianos, todos ellos completamente indefensos ante el fuego que llovía sobre ellos desde arriba. Y dio la casualidad que aquel mismo día había traducido un despacho que contenía ciertas declaraciones hechas por un importante jefe de la Cruz Roja Internacional. Trataba de los cinco puntos sobre la ayuda y protección de los niños y yo había decidido conservar una copia para mí. Lo había dejado encima de mi mesa de trabajo y cuando quise hallarlo para llevármelo, los demás despachos sobre muertos, heridos, bombardeos y encuentros navales lo habían cubierto del todo. Pensé un instante en este hecho aparentemente casual y me di cuenta de que así como había ocurrido con el despacho de la Cruz Roja, así estaba ocurriendo con mis propios sentimientos, y en ese instante recordé los suplicantes ojos de aquel muchacho a quien había herido con la bayoneta y creí ver en ellos un reproche que me decía: “¿Tan pronto has olvidado?”.
Cada despacho de guerra repetía esta escena en mi memoria y junto con ella me asaltaban pensamientos de esperanza; quería creer que el alma de ese muchacho hubiese hallado alguna compensación en otra vida.
Un miedo muy sutil y muy poderoso comenzó a apoderarse de mí cuando me di cuenta de que también me estaba encalleciendo. Mis compañeros me hacían bromas acerca de estos escrúpulos y algunos hasta argumentaban que las guerras, especialmente esta gran guerra, traería un gran progreso científico, de suerte que podíamos alentar la esperanza de un mundo y una vida mejor. La incongruencia de este argumento terminó por asquearme. La historia era el mejor testigo de que las guerras solamente producen nuevas y más sangrientas guerras. Ahí estaban estos despachos indicándome como se escribiría la historia de esta época. Comparándolos con los de la guerra anterior, la crueldad humana había aumentado, los odios se habían intensificado. ¿Y puede esperarse un mundo mejor a base de una mayor crueldad? ¿O una vida mejor a base de un odio más intenso que lo consumía todo bajo la leyenda de la guerra total ’? En esos días recordé una frase de Lincoln: “El progreso humano está en el corazón del hombre”. ¿Y no era yo mismo testigo de que mi propio corazón estaba enamorado de esa crueldad y de esos odios?
Este singular temor, un temor frío, como si la muerte me acechase en cada pensamiento, creció velozmente. Cuando volví a encontrarme con mi amigo se lo comuniqué junto con muchas otras reflexiones que me había hecho.
- Sí, me dijo. Es natural. El alma siempre sabe lo que quiere, y en cuanto empieza el despertar, comienza a pedir lo suyo. Hay algo en todos los hombres que rehusan engañarse con la primera explicación que llega a los sentidos. Algunos prestan oídos a esta silente voz, otros no. Es muy doloroso y desagradable al comienzo. Es el primer umbral. Cuando en el hombre hay un comienzo de vida genuina se fortifica también el poder de todo cuanto le conduce al sueño. Este es un periodo peligroso porque todo despertar aporta nuevas energías. Y todo cuanto hay de falso en nuestra personalidad se aprovecha de ellas y aumenta nuestra esclavitud. Puede decirse sin errar mucho que así se mata el alma. Así tenemos que en el mundo hay muchas almas cuya vida se ha detenido y poco a poco van perdiendo las posibilidades de crecimiento y perfección que son un derecho que el hombre no utiliza. Hay almas que están decididamente muertas. El ser humano es algo más que el cuerpo y los sentidos, pero no lo sabe, no lo comprende.
- ¿Me quieres decir que el alma no es inmortal?, pregunté.
- Eso depende de la persona de quien se trate, me dijo.
- Pero ahí están los principios religiosos, los escritos de Platón y las afirmaciones de muchos hombres reconocidamente inteligentes que nos aseguran que tenemos un alma inmortal.
- Todavía duermes.
- ¿Vas a contradecir a Platón?
- Podría aclararte muchos puntos para que puedas entender a Platón, pero no estás preparado todavía.
- No te entiendo.
- Estás obcecado por tus propias ideas, y mientras estés en semejante condición no podrás entender nada. Observa un hecho: si el alma fuese una cosa que tenemos asegurada naturalmente, los escritos religiosos no insistirían en aquello de que debemos esforzarnos por salvarla. Ni habría necesidad de filosofía o religiones. Lo sabríamos naturalmente y nadie temería la muerte como la teme. Escúchame: El alma la formamos en esta vida en base a lo que nos anima. Si los motivos, los ideales, las ambiciones de nuestra vida son transitorias, son cosas del momento inmediato, nuestra alma será también transitoria, impermanente, sujeta a lo que queremos. Algún día podrás reflexionar serenamente sobre estas cosas y comprenderás a ese muchacho cuya muerte te obsesiona. Observa bien: tú no lo mataste de ti mismo porque de ti mismo nada puedes hacer. O sea que algo que no eres tu mismo, una sociedad, te entrenó, te enseñó a matar. ¿Recuerdas tu exclamación de aquel día en la iglesia? Pues es lo mismo. Tu exclamación y el bayonetazo fueron involuntarios. Si antes de lanzar esa exclamación hubieses podido darte cuenta del hecho, no la hubieras lanzado; igual cosa con el bayonetazo. Un poco de reflexión y no lo hubieses hecho. Pero en esos momentos no hay tiempo para reflexionar. Fíjate bien en lo que digo: no hay tiempo. De modo que para poder obrar de corazón, es preciso sobreponerse al tiempo y esto demanda un tipo de voluntad que tú no conoces todavía. Alcanzar esta voluntad requiere grandes trabajos, gran obediencia a algo superior. ¿Has observado y ponderado sobre la filantropía, la caridad? Un hombre que durante años se haya sometido a este entrenamiento de que te hablo no podrá evitar hacer el bien; hacerlo será una función poco menos que instintiva en él. Lo hará naturalmente. Pero la mayoría de la gente piensa que con hacer el bien ya ha conseguido lo que únicamente se puede conseguir trabajando intencionalmente, yendo contra la corriente en sí mismo. En cuanto a la inmortalidad del alma, no cabe duda que existe, pero que sea inmortal, ya es cuento aparte. Procura entender que hablo acerca del hombre individual.
- ¡Santo Señor! ¡Ahora sí que creo que estás loco!, exclamé.
- Como gustes, me dijo sonriendo.
- ¿Me quieres decir que estamos todos equivocados?
- ¿Por qué no?
- No es posible.
- Eres muy ingenuo. Tienes el ejemplo vivo en ti mismo y a pesar de ellos discutes con vehemencia. Pero no importa. ¿Ves cuán errado sería que me guiase únicamente por tus palabras? Tú sabes y sientes que la guerra es horrible, que es una cosa bárbara, la culminación de cuanto hay de salvajismo en el hombre. Sabes que tus compañeros están errados con respecto a esas cifras de bajas; para ti, en cambio, cada cifra es la representación de un ser humano y eso te hace sufrir. Aquellos que no sienten lo que piensan estarán siempre errados. Y fíjate que todo este horror esta produciéndose en lo que llamamos el mundo cristiano y uno de los principales preceptos de la cultura cristiana dice: ¡No matarás! Pero el hombre comienza a matar en el corazón antes de comenzar a matar de hecho. La muerte que ves por doquier comenzó con el odio. Y la sociedad lo justifica de muchas maneras para acallar la voz de la conciencia si es que alguna vez le presta atención. ¿Cuál de las muchas iglesias cristianas ha adoptado una actitud vigorosa, inequívoca frente a esta guerra? Sólo unos cuantos hombres aislados se han opuesto a ella y han preferido sacrificar sus vidas en experimentos de laboratorio. Volvamos a la entrevista del viejo Nicodemo con Jesucristo. Esa entrevista ocurrió en tiempos tan agitados como el actual, cuando se derrumbaba una forma de cultura mientras se gestaba otra. Y Jesucristo dijo a Nicodemo que era preciso nacer de nuevo, nacer de agua y espíritu, para poder disfrutar de los atributos que corresponden a un alma de verdad.
- Pero muchos de los que mueren, mueren convencidos de que su alma va a sobrevivir.
- No lo dudo. El ser humano está convencido de muchas cosas. Hubo un tiempo en que estuvo convencido de que la tierra era plana. Si escudriñas los Evangelios, verás que se dice en ellos bien claramente: “ ¿De qué te valdrá ganar el mundo si vas a perder el alma?”
Me resultaba imposible discutir con él. Mi interés por las sagradas escrituras era el mínimo. No las había leído y tampoco estudiado. Sin embargo, algo me decía íntimamente que mi amigo estaba en lo justo aun cuando yo nada comprendía. Tras un breve silencio, le dije:
- ¿No basta entonces cumplir con lo que manda la religión?
- Cumplir fielmente y de corazón con los preceptos ordinarios de la religión es el primer paso, un paso indispensable. Todo está enlazado, todo está unido. Las formas religiosas son la apariencia externa de lo que se puede llamar la Iglesia Interior. Y ésta es inmortal en verdad. A eso se refiere el Credo cuando habla de la “Comunión de los Santos”.
Entonces aproveché la oportunidad para pedirle que me explicase la verdadera forma de rezar.
- Has estado rezando muy intensamente, pero sin darte cuenta.
 Respondí contándole mis experiencias de estudiante.
- Ya lo ves- me dijo-. La ignorancia estuvo a punto de cegarte por completo. Y ahora eres tú quien niega el alimento que precisa tu alma. No creas que ahora vas a poder culpar de ello a tus profesores, a tus confesores o a tus padres. Podías haberlo hecho hasta hace poco; ahora ya eso te está vedado. Si tienes interés en saber algo más acerca del Padre Nuestro, por ejemplo, comienza a desentrañar lo que verdaderamente significa perdonar a nuestros deudores. Te digo estas cosas porque la ignorancia sincera es perdonable, pero no la hipocresía, ni la mentira, ni la holgazanería.
- ¿Y cómo haré eso?
- De la misma manera que has hecho lo demás. Por ejemplo, aquel verso que dice “líbranos de todo mal” lo has vivido a tu modo. Y vivir una súplica es más importante que formularla. Fuiste a la iglesia a pedir más inteligencia, según me has contado. La inteligencia es justamente un atributo del reino de los cielos. Te fué dado cierto entendimiento. El otro verso: “no nos dejes caer en tentación” lo has experimentado en tu vivencia de horror ante el hecho de que estabas encalleciéndote.
- Pero este es un modo muy extraño de orar-, le dije asombrado.
- Es el único modo del corazón. Para entender las oraciones es preciso tener una idea aunque sea aproximada de la Comunión de los Santos. Cada una de las oraciones que conocemos es un tratado sintético de conocimientos de gran envergadura. Son psicología que los psicólogos corrientes ignoran. El Padre Nuestro, por ejemplo, puede ser para el individuo una escala de Jacob con que llegar al cielo, si el individuo lo vive. Para un físico puede ser el medio de explicarse la naturaleza del Universo. Y conozco a un hombre dedicado a la astronomía que lo ha entendido para beneficio de sus estudios. Estas oraciones son la obra de la Comunión de los Santos. Ahora que la Comunión de los Santos tiene muchos nombres, según sea el Credo que cada raza practica. No es una organización estatuida, sino un pálpito de vida universal. Son los guardianes de la cultura y de la civilización, Los ayudantes de Dios.
- A menudo me hablas acerca del alimento del alma. ¿A qué te refieres?
- A un alimento tan real como el que necesita el cuerpo. Esto se desprende de las palabras de Jesús: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios”. El alimento físico contiene energías que nutren el alma. Es necesario para el crecimiento. Y por crecimiento me refiero al crecimiento interior. Cuando el hombre come, bebe y respira con el propósito fijo de alimentar su alma, extrae de los alimentos, del aire, de las bebidas, ciertas substancias especialmente nutritivas. Pero hay un alimento superior a éste y es el que nos impresiona intimamente. Todos sabemos que los disgustos entorpecen la digestión. Un disgusto es una impresión. Los trastornos hepáticos producen un carácter agrio. De modo que alimentandose adecuadamente de impresiones, ya sean internas o externas, podemos nutrirnos mejor o peor. Pero esto requiere estudios y esfuerzos. Por ejemplo, hay quienes rezan antes de comer, invocando la bendición del Altísimo, pero durante la comida parlotean, discuten o tienen altercados. Durante el proceso digestivo los hay quienes hasta lanzan maldiciones. O sea que no tienen una continuidad en sus propósitos. Mediante la continuidad de propósitos se forma en el hombre un órgano nuevo. Pero es preciso que este órgano exista potencialmente y sea capaz de crecer.
- ¿Qué órgano es ese?
- Ahora no lo entenderías porque estás convencido de que ya lo tienes. Todo el mundo está convencido de lo mismo, como están convencidos de la continuidad de sus propósitos. Te diré únicamente que se forma de una manera y no de dos: sufriendo deliberadamente y esforzándose por seguir la voz de la Conciencia.
- Pero todo el mundo sufre.
- No. Los sufrimientos les llegan como les llegan los placeres. Sufrir deliberadamente presupone cierto grado de voluntad. De voluntad propia. Todos sabemos que el odio es malo y que el amor es bueno. Sabemos que debemos amar a nuestros enemigos. Sabemos estas cosas de memoria, pero no podemos aplicarlas porque sencillamente no tenemos el grado de voluntad suficiente para llevarlo a la práctica. De modo que la sociedad en que vivimos transa con lo que llama la debilidad humana y olvida el principio. Para poder sufrir deliberadamente es necesario tener la fuerza de sobreponerse al sufrimiento accidental. Y esto no significa huir hacia los goces, porque quien sufre accidentalmente también goza accidentalmente. Es preciso sobreponerse a lo accidental. Y esto sólo es posible mediante una continuidad en los propósitos, en un claro entendimiento de muchas cosas, la mayoría de las cuales la educación moderna ignora o desprecia.
Pocas veces habíamos tenido una charla tan larga. Hubiese gustado continuarla, pero él pronto desvío la conversación y planeamos nuevos paseos en bicicleta.


6
PASÓ MUCHO tiempo antes de que volviésemos a tratar estos asuntos. Durante ese tiempo quise comprender sus palabras y revisé a menudo mis apuntes. Pero no entendí gran cosa. Las pocas veces que orillamos el tema, él evitó ahondarlo y, por mi parte, dejé de hacer las anotaciones de modo que ahora me sería imposible reconstruir las frases sueltas y las explicaciones que él me dió sobre muchos puntos.
Me interesaba especialmente lo del alimento del alma; pero él insistía en que era preciso, primero, despertar.
- ¿Qué me quieres decir con eso de despertar?-, le pregunté un día.
- ¿Todavía no te das cuenta?
- El despertar o la vigilia de que hablo es difícil, pero no imposible. Es un continuo esfuerzo, un permanente andar a ciegas durante mucho tiempo hasta que logramos comprender nuestras falacias. Pero llega el gran momento a quien mantiene vivo el esfuerzo. Entonces se advierten las posibilidades latentes en el hombre. Es algo que uno sabe por sí mismo, no necesita que se lo diga o interprete nadie. Se descubren en el cuerpo distintas clases de vidas, distintos niveles. Entonces uno ya no anda a ciegas. Sabe hacia donde va y sabe por qué hace todo cuanto hace. Los Evangelios se convierten en un guía muy valioso. Ya lo ves, ni tú ni yo podemos decir que somos discípulos de un ser tan magnífico y glorioso como Jesucristo, y creemos estar despiertos. En el huerto de Gethsemaní los apóstoles, los discípulos, se quedaron dormidos...
Mi amigo dijo estas ultimas palabras con un tono tan reverente que me impresionó; sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas y él las dejó correr por sus mejillas sin avergonzarse por ello. Lo que sigue lo dijo con voz entrecortada por una emoción tan poderosa que, por instantes, me sacudió a mí también. Yo quedé perplejo. El siguió diciendo:
-Un apóstol es de por sí un hombre superior y Jesús fué una inteligencia como muy contadas veces ha visto la tierra. Sin embargo, hay quienes piensan que se rodeó de bobalicones y necios. Los apóstoles tenían una voluntad a prueba de muchas cosas; de otro modo no hubiesen podido vivir cerca de Jesús. Sin embargo, todos le fallaron en sus últimos días. Y esa es la historia del crecimiento interior del hombre. Alzas y bajas.
Ambos guardamos silencio. Yo no quise continuar interrogándole por miedo de producirle nuevos trastornos. El advirtió mi actitud y dijo:
- No interpretes mal esta emoción; no es debilidad, es fuerza. Es el medio como se obtiene un singular entendimiento.
Me había llamado poderosamente la atención su referencia a la inteligencia de Jesús, y la de sus discípulos. Por alguna razón pensé que Judas debía haber sido lo mismo que los otros, y se lo dije.
- En primer lugar- dijo él-, es preciso que insista sobre un hecho. Para ser discípulo de una figura como Jesucristo es preciso haber visto algo, haber comprendido algo; es necesario conocer algo verdaderamente real. Ahora bien; se dice que los discípulos eran pescadores. Jesús les dice que los hará ‘pescadores de hombres’. Esto significa que los doce discípulos ya tenían alguna preparación espiritual cuando tomaron contacto con El Maestro. Si no hubiesen sabido algo verdaderamente real, no hubiesen podido reconocer al Cristo en Jesús, no habrían podido valorizar debidamente su enseñanza. Allegarse a Cristo presupone ya una inteligencia de cierto desarrollo, cierto grado de voluntad y un sentimiento más o menos profundo de la verdad. Naturalmente que después de la crucifixión cambió todo, pero esto es otra cosa. En segundo lugar, suponer que Judas pudo engañar a Jesús es poco menos que blasfemar. La relación entre Cristo y sus discípulos es una relación que no puede concebir el hombre en términos de una vida ordinaria basada en las comprensiones que aportan los sentidos. Es necesario ir tras los sentidos. O sea formarse ojos para ver y oídos para oír; ver y oír significados más que hechos aislados, es ver y oír en un plano de relaciones. Se dice que Judas traicionó a Jesús, pero cuando se capta el significado de los hechos bien pronto se advierte que la conducta de Judas no fué obra de su propia voluntad; fué obligado a vender a Jesús. Lo que ‘vender’ significa en el lenguaje evangélico está relacionado con la pobreza o riqueza en espíritu. Solamente recuerda que se dice el reino de los cielos como algo muy precioso que un buen mercader encuentra, y que enseguida ‘vende’ todo cuanto tiene para poder hacerse de esa preciosidad. Invierte el proceso para acercarte a un entendimiento. El misterio de Judas es uno de los misterios que más nos confunden. Jesús sabía que iba a morir. Es más, sabía cómo iba a morir. Su muerte estaba ya predeterminada, de modo que no cabía traición alguna, porque cualquier traición requiere el elemento de una confianza basada en una ignorancia. Piénsalo un poco. Porque Jesús insiste en que él escogió a los doce y que uno de ellos era el diablo. Mirando los hechos retrospectivamente resulta muy fácil juzgar y condenar a Judas en base a lo que otros interpretan. Pero desentrañar el misterio por sí mismo llevado sólo por el ansia de conocer la verdad, ya es otra cosa. Todos llevamos un Judas dentro de nosotros, como llevamos a un Bautista, a un Pedro, un Juan y a casi todos los personajes que figuran en los Evangelios. Si se entiende que estos escritos tratan principalmente del desarrollo interior del hombre, se comienza a ver la legión de personajes en sí mismo y también los hechos y acontecimientos que los relacionan.
Otro punto que me interesaba era sobre el amor y las relaciones sexuales. Cuando abordé este asunto, unos días después del caso anterior, me dijo:
- El amor es la llave de todo, porque es la fuerza que lo conserva y mantiene todo. La fórmula: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo” requiere una consideración muy profunda. Nadie puede amar al prójimo más que a sí mismo, pero amarse a sí mismo requiere cierto tipo de impresiones un poco difícil de explicar. Si vemos y consideramos el amor desde el punto de vista de las impresiones, veremos que quienes están enamorados lo ven todo color de rosa. Ese es un alimento muy especial. Pero cuando se ama a sabiendas, cuando se ama conscientemente, con pleno conocimiento, con plena comprensión, las delicias de un enamorado no son nada comparadas con las delicias del amor que sólo brota del espíritu. Amarse bien a sí mismo es anhelar el crecimiento interior y esto requiere normalidad. No puede amarse quien sufre una inhibición o una frustración. De modo que amarse sí mismo implica necesariamente el equilibrio normal de todas las funciones, incluso la sexual. Pero esto es difícil de entender a menos que se entienda el adulterio en el amor. El adulterio en el amor, desde este punto de vista, es tener una relación amorosa o sexual con quien no se ama íntegramente; y el amor ha de ser mutuo. Sólo el amor consciente puede producir un verdadero amor. Hay una diferencia muy grande entre amar y estar enamorado; lo primero presupone conocimiento de sí mismo hasta cierto punto y entendimiento de ciertas leyes. Lo segundo es una cosa predeterminada por la vida de la naturaleza para los fines de la creación y mantención de la vida. Para una evolución consciente es preciso el equilibrio, la normalidad. Esto lo determina la propia comprensión. Al abordar este asunto, los Evangelios utilizan la expresión ‘eunuco’. Pero antes de indicar esto, se indica que el mandato viene por la palabra interior. Y esto es la comprensión.
Pocos días después, mi amigo me obsequió un escrito, un poema, cuyo contraste con la aridez de sus palabras explicativas, que he citado, me llamó mucho la atención. El poema dice así:


"Dios dió al Sol por esposa a la Tierra  y bendijo ese amor cuando creó la Luna.
Así también te creó a ti, mujer, para volcar su vida en el amor humano.
Y para que en el placer de amar encuentre el alma la senda del retorno a donde siempre es hoy, donde no hay devenir.
Porque así como la vida va a la muerte por amor, así el amor resurge de la muerte donde hay un corazón despierto que sepa contenerlo en su amar y en su morir.
Con cada beso muere un poco el alma  al olvidar que es vida en el amor.
Y, por lo mismo, con cada beso puede revivir el alma de quien sepa morir.
¡Oh Paradoja de la Creación!
En cada aliento de amor hay un suspiro que es eternidad.
Y en cada caricia también arde el fuego de la muerte y la resurrección.
¡Elevad el amor simple y sencillo a las cimas más altas!
Y que el amar y el besar sean una oración de vida al más íntimo ser que es la verdad  y es Dios.
Porque no sois vosotros los que amáis, sino el amor del Padre que se agita en vosotros.
Vuestra será su más poderosa bendición  si en cada beso que dais y recibís santificáis su nombre, guardando su presencia en vuestros más íntimos anhelos.
Y en vuestro amor, buscad también primero el Reino de Dios y su Justicia, que todo lo demás, aún la dicha de ser, os será dada por añadidura.
Y no temáis amar; antes temed a quien pueda convertir vuestro amor en prejuicio o maldad.
Haced de vuestra unión un camino sereno hacia los cielos.
En tanto que llevéis su presencia en vuestros corazones, estaréis en verdad amando a Dios por sobre todas las cosas a la vez que os amáis los unos a los otros.
Y en el instante de vuestra suprema dicha, seréis uno con El y con su Creación".


No volví a verlo durante algún tiempo, pues debió hacer un viaje prolongado. Cambiamos algunas cartas. Recuerdo que en una de ellas yo le pregunté como podía uno hacer para alcanzar semejante entendimiento de la vida y del amor. Su respuesta llegó en la forma de esta paradójica poesía:


"No dudes de la duda, y duda.
Pero duda con fe, y aun duda de la fe.
¿Pues no es la duda inercia en la pendiente de la fe
 hacia la obscuridad,
y fuerza en el impulso para alcanzar la comprensión?
No dudes, y sin embargo, duda
de todo cuanto creas verdadero
porque la duda también es verdadera,
en sí y por sí.
Dudando de la duda,
y dudando con fe y de la fe,
veras lo ilusorio de la duda y la fe
derrumbarse a tus pies...
y alzarse majestuosa ante tus ojos
la duda hecha Verdad".


7
VOLVIMOS a reunirnos a comienzos del siguiente otoño. Noté ciertos cambios en él, mas no podría explicarlos. Evitó los temas en torno a los Evangelios. Únicamente una vez, cuando le dije que no podía comprender cómo era tan devoto de Jesucristo y a la vez tan dado a la lectura de las obras Mayas, Incaicas, Guaraníes, Hindúes y Chinas, me hizo esta observación:
-Cada pueblo, cada raza, cada nación, cada época, ha tenido mensajeros que han dado testimonio de la misma y única verdad aun cuando han empleado palabras diferentes, símbolos diferentes y diferentes alegorías. Palabras, símbolos y alegorías no tienen un valor permanente en sí mismas; son únicamente medios que hay que ir descartando poco a poco a medida que crece el entendimiento y la vivencia de la realidad. Pero durante mucho tiempo en nuestras vidas no podemos sino ver palabras en las palabras y símbolos en los símbolos. Cuando advertimos que dos símbolos no son iguales, poco nos preocupamos de averiguar si estamos o no en lo cierto; creemos durante mucho tiempo que las diferencias externas tienen la misma diferencia interior. Pero cada símbolo es una palabra y cada palabra es un símbolo, ¿Cuántos saben verdaderamente lo que están diciendo cuando dicen ‘yo’?
A esta explicación siguió algo sobre las dimensiones del tiempo y las dimensiones del espacio. Como he indicado, yo apuntaba la mayoría de las cosas que él decía. Pero en esta oportunidad no lo hice y vagamente recuerdo algo así como que el espacio es tiempo, que hay tres dimensiones del espacio y tres dimensiones del tiempo, que el símbolo hebreo de la estrella de seis puntas era un símbolo indicativo de que espacio y tiempo eran una sola cosa o ser. Si mal no recuerdo, en cierta oportunidad también dijo que las palabras de Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, podían tomarse en física como las tres dimensiones del tiempo además de constituir un proceso de orden cósmico que junto con otros cinco procesos basados en la trinidad constituían todos los procesos universales, en todos los grados de ser. Pero, como ya lo he dicho, sobre esto no conservo apuntes de sus palabras aunque colijo que hay escritos sobre ello en alguna parte. Muchas otras cosas que me dijo entraron por un oído y salieron por el otro.
En esa fecha estaba interesado en muchas cosas aparte de mi amistad con él. Pero nuestra amistad se mantenía firme. No era un hombre ostentoso. Vestía bien, pero sin lujo. Con un poco más de aliño hubiese sido un hombre elegante. Por alguna razón trataba de vestir muy discretamente y parecía no querer llamar la atención; pero, según yo veía las cosas, la llamaba aun cuando no quisiera hacerlo.
Muchas veces me hice el propósito de ponderar las cosas que él decía. Envidiaba su calma, su serenidad. Yo, en cambio, era un polvorín un día y al siguiente un mar de ternuras. Cuando sufría alguna contrariedad no podía menos que recordar sus palabras. Ambos seguimos concurriendo a la misma iglesia todas las tardes. Pero a consecuencia de la guerra mi vida comenzó a cambiar velozmente, y el tiempo se me fué haciendo más breve. De visitas rápidas y cada vez mas aisladas a la iglesia, pasé primero a varios días de ausencia; estos se convirtieron en semanas y de pronto me di cuenta de que ya había dejado de rezar y también de que había dejado de tener esas charlas con mi amigo a quien no veía sino cuando él, sin previo aviso, se presentaba en mi oficina.
Mi situación había mejorado muchísimo. Era un hombre próspero. Tenía un cargo importante y como todos los hombres ‘importantes’ carecía de tiempo para muchas cosas, como, por ejemplo, para cumplir con la promesa que yo mismo había hecho de no faltar ningún día al templo. Me justificaba culpando a la guerra. Mi importancia estribaba en el hecho de que todo el mundo se interesaba por estar prontamente informado de los acontecimientos. Diplomáticos y políticos sabían que sobre mi mesa encontrarían siempre la noticia de ultima hora. Mi teléfono funcionaba sin descanso. Fue preciso instalar uno de número reservado. Todos los días me visitaban o me llamaban funcionarios del gobierno, de las embajadas, de grandes firmas comerciales, etc. Y, como era natural que ocurriese, estos contactos profesionales pronto se convirtieron en amistades personales. Mi círculo se amplió. Comenzaron a llegar las inevitables invitaciones a fiestas, vinos de honor y reuniones íntimas que organizaba uno u otro grupo. Y yo, que no encontraba tiempo para ir a la iglesia durante media hora en las tardes, me encontré con que podía acudir a todas estas funciones sociales. Por cierto que siempre recurría a aquella excusa: “Se trata de la guerra y yo me debo al público que paga mis servicios”.
Cuando un día di una explicación por el estilo a mi amigo, él me miró con una expresión compasiva, y tomando una cuartilla en blanco de sobre mi mesa, escribió:
“Nunca te sientas tan perfecto que bajes la guardia o aligeres la vigilancia.
Quiérete bien, pero no te prostituyas a ti mismo”.
- Consérvala donde puedas verla a menudo, me dijo al entregármela.
Luego, se puso de pie y se marchó.
Pasaron varios meses sin que lo viese. A menudo lo recordaba. Sus extrañas observaciones, su oportuno consejo sobre problemas en los que le suponía totalmente ignorante, todo esto y mi propia conciencia me producían una rara inquietud cada vez que pensaba en él y leía sus palabras.
Por aquella fecha comenzó el furor de la “buena vecindad”. Comenzó el furor panamericanista. Las intrigas internacionales, a cual más mezquina, florecían por todos lados. Pude darme cuenta de que varias potencias europeas, supuestamente amigas de los Estados Unidos, combatían solapadamente la idea de la buena vecindad. Todos querían sacar una tajada en las ganancias que producían los buenos negocios de guerra. Ni los industriales, ni los mineros, ni los políticos, diplomáticos o periodistas, estaban libres de esta tentación. Y yo también caí en ella y caí con mucho gusto a través de un amigo que especulaba fuertemente en la Bolsa de Valores y que precisaba estar bien informado y oportunamente, acerca de los acontecimientos de la guerra. Así comencé a enriquecerme.
Por otro lado ciertas organizaciones de propaganda comenzaron a pedirme colaboraciones en la forma de artículos. Y los pagaban tanto mejor mientras más altisonantes y estúpidos fuesen. Acepté y gané más dinero.
Cierta vez recordé algunas observaciones que mi amigo había hecho cuando se iniciaron los primeros sondeos acerca de la Buena Vecindad de los Estados Unidos.
- Buen vecino únicamente puede ser quien paga al contado. Hoy en día nadie está en situación de hacerlo, mucho menos los países sudamericanos. Pero como el hombre vive de palabras lindas, y mientras más lindas más necias, encuentran que el concepto es sonoro, lo aplauden y no saben en lo que se están metiendo. Es un concepto nacido de la parábola del Buen Samaritano. Pero en Estados Unidos alguien lo ha distorsionado y los demás países lo han distorsionado aún más. Pero las idea es bonita y como en Estados Unidos hay dólares en abundancia, ahí va la comparsa panamericana que no es sino una serpiente de veinte bocas y una cabeza.
- Esto es demasiado cáustico-, le dije.
- La verdad siempre es cáustica, especialmente para los hipócritas. No te identifiques tanto con la propaganda que escribes y quizás podrás ver algo de la realidad.
- Pero la buena vecindad al menos significa una buena intención.
- Satanás tiene las mejores intenciones para con el hombre, por eso lo idiotiza.
- Tu lo ves todo tan fríamente; El panamericanismo es una buena intención.
- Aún duermes. Si comprendieses que el hombre no puede tener una continuidad en sus propósitos, pronto comprenderías que la intención no basta. Si el hombre pudiese mantener una continuidad en su pensamiento, sentimiento y acción, sus buenas intenciones darían frutos generosos. Así como el individuo tiene muy buenas intenciones un día, y al siguiente cualquier cosa lo desvía de ellas, así ocurre también en política. La idea democrática es más vieja que andar a pie, pero es un imposible porque requiere una discriminación que pocos tienen.
Entre mis apuntes de esta época encuentro una página de una carta que él me escribió respecto de la política internacional de entonces, durante uno de sus viajes.
Dice así:
"...El señor Roosevelt es, sin duda, un hombre muy bien intencionado, pero ocurre que el único buen vecino que tiene es su cigarrillo. Así como el único verdadero aliado del señor Churchill es su cigarro puro y el único camarada del señor Stalin es su cachimba. Observa que ni Hitler ni Mussolini fuman. Son demasiado virtuosos y como todo fanático de la virtud, sólo ven la paja en el ojo ajeno. Cuando termine esta guerra es probable que haya otra y con ella quizás la ciencia progrese al extremo de que se dé el gusto y disfrute de la gloria de haber destruido la civilización. Nada es más fácil que profetizar una guerra. Pero la guerra también incluye la desazón en la vida de los pueblos y del individuo mismo. Si esta desazón interior la utilizase el individuo para su desarrollo, y si siquiera tratase de averiguar de donde viene y por qué ocurre, creo que se daría un paso hacia la paz. Pero no es cosa fácil conseguir que el hombre comprenda que frente a los fenómenos celestes es menos que un átomo. La paz es una conquista individual; jamás ha sido obra de masas. Y mucho menos obra de los ejércitos. El hombre aún no ha aprendido a aprovechar lo que enseña la historia, lo que indica la experiencia. La Liga de las Naciones fue durante muchos años una ilusión de paz, la verdad es que fué un foco de intrigas. Mussolini la destruyó de una plumada. Tras esta guerra posiblemente surja algo parecido pero con algún otro nombre. El hombre goza poniéndole o cambiándoles nombres a las cosas más viejas de la historia. La Liga de las Naciones nació muerta. Ya había muerto en Grecia hace mas de dos mil años, con la Anfictionía. No se trata de organizaciones. No hay que cambiar de nombres, sino que hay que cambiar al hombre. No me pidas que tome la buena vecindad en serio porque todo no suma sino un montón de mentiras. Lo trágico es que nadie miente intencionadamente; nadie se da cuenta de la Gran Mentira. Obsérvalo en ti mismo, observa como ya has comenzado a creer en cuanta mentira estás escribiendo".
De todo esto, lo que me interesó fue la idea de que un buen vecino puede ser sólo quien pague al contado. Decidí utilizar la idea para un artículo y cuando lo publiqué mi vida sufrió una nueva transformación conectada, en cierto modo, con este singular amigo.
Me vi lanzado de lleno a las intrigas del espionaje político.
A los pocos días de haber elaborado esta idea en una serie de artículos, me vi en contacto con ciertos vendedores de una maquinaria que no podía fabricarse en parte alguna. Los conocí mediante algunos amigos diplomáticos. Y desde entonces aumentó mi importancia. De pronto vi que hasta mis opiniones eran ‘importantes’. Hasta las burradas más acabadas que solía decir, cuando tenía un poco más de alcohol en el cuerpo, comenzaron a tener ‘importancia’. La importancia y la consideración que me atribuían no estribaba ni en mi inteligencia, ni en mi juicio crítico, pues hacia tiempo que no utilizaba ninguna de estas dos funciones. Estribaba lisa y llanamente en el cargo que desempeñaba y que continuaría desempeñando siempre que obedeciese a la vaciedad de mi ‘importancia’.
No vale la pena que relate mi historia en medio de todas las intrigas de entonces. Cito únicamente los hechos que tienen relación con mi amigo y sus ideas. Pero lo que pude observar en los políticos, diplomáticos y espías con quienes alternaba, daría lugar a una hermosa comedia humorística si no fuese por las trágicas consecuencias que trae consigo la actividad de esta fauna y flora de nuestra cultura. Observo que estoy escribiendo con cierto rencor, y no lo oculto. Y si mi amigo pudiese leer esto ahora, seguramente diría algo más o menos así:
- No has aprendido a perdonar. Aún duermes. Tu flora y tu fauna no pueden detener ni mutilar la vida.
Al escribir esto advierto cuánta nostalgia siento por él, cuánto me apena el no estar a su lado ahora. Pero volvamos al relato.
Una noche me invitó a cenar con él. Mi confianza no había disminuido. Charlamos largamente y con gran jovialidad. Le conté mis observaciones y él sonrió cariñosa y comprensivamente como significando: “los pobrecitos no tienen la culpa”. Después de cenar fuímos juntos a mi departamento que contrastaba mucho con aquella sencilla pieza de pensión en la que había vivido tantos años antes de llegar a ser ‘importante’. Lo miró todo en silencio. Recordando esa noche, veo cuán insulsa fué mi conducta. Comencé por mostrarle orgullosamente todas mis posesiones; los títulos de las acciones, la ropa, un simpático bar en miniatura, mi rincón deportivo con su saco de arena, el punching-ball, los guantes de box y las palanquetas de fierro, mi hermosa bicicleta italiana. Cuando hube terminado mi exhibición, le dije con tono ufano:
- ¿Qué te parece?.
- Perfecto- me dijo-. Poco te falta para ser un cretino completo. No me refiero a esto, a la comodidad, sino a tu actitud hacia todo este bienestar y el daño que tu mismo te estás haciendo.
- No te entiendo- le dije-. Gano bastante dinero, vivo bien y disfruto de la vida.
- ¿A qué precio?
- No lo encuentro tan terrible- protesté-. No seas mojigato. Sólo te falta censurar las huellas de mujer que has encontrado.
- Quizás sean las huellas d elo único decente que te va quedando. Pero es tu vida. Vívela como te dé la gana. 

Sentí un vago temor al oírle estas palabras. Guardamos silencio un rato. Luego, sentí un deseo vehemente de confesarle todo cuanto me torturaba.
- Necesito tu ayuda-, le dije.
- Te escucho.
Le expliqué todas las cosas que se habían convertido en un pavoroso dilema en mí mismo, aquel infernal círculo de mentiras en que había caído. Escuchó con gran atención, me hizo algunas preguntas para que aclarase ciertos puntos que no quería exponer abiertamente.
Reflexionó un instante cuando hube terminando.
- ¿Qué me dices?-, le pregunté.
- ¿Qué quieres que te diga?
- Lo que debo hacer.
- Corta de raíz, rompe con todo. Deja todo esto y comienza de nuevo.
- Pero ¿estás loco?
- No; el loco eres tú. Mira a lo que has llegado.
Y dirigiéndose al cuarto de baño, saco del closet un frasco que contenía tabletas de un estimulante con el que debía activar diariamente mi sistema nervioso para poder sobrellevar semejante tren de vida.
Cuando le vi con el frasco en la mano me di cuenta de muchas cosas, de su enorme poder de observación, de su real bondad y del cariño que me profesaba. Pero yo sentía que las cosas habían ido demasiado lejos para cambiar. Baje la cabeza en silencio.
- Menos mal que te queda un poco de vergüenza-, me dijo-. Aprovéchala y retoma el hilo de tu vida antes de que termine del todo. Dentro de poco pasarás de este estimulante a las drogas. Y cuando sientas la necesidad de huir de la basura en que vives, el saco de arena y tus guantes de box desaparecerán y pondrás cuadros pornográficos en su lugar. Ahora te puede ayudar ese amor que hay en tu vida, pero si no lo comprendes, si no te aferras a él con todas tus fuerzas, si sigues cediendo a la tentación en esta forma, perderás el amor y buscarás la orgía.
- Bien sabes que no puedo dejar mi trabajo. Sabes de qué se trata. Sabes lo que es la guerra.
- Allá tú. Me preguntaste que debías hacer y te he contestado. No tengo nada más que decirte.
Entonces fué cuando cometí un lamentable error:
- Escucha- le dije-. Tú eres más inteligente que yo. Te daré la mitad de todo lo que tengo y de todo cuanto gano, si me ayudas a salir de esto.
Me miró en silencio, sin decir una sola palabra. Me di cuenta demasiado tarde de la forma en que lo había herido. Vi como a sus ojos asomaron las lágrimas. Se alejó abrumado por una singular tristeza y cuando estaba ya en la puerta, dijo:
- Treinta monedas de plata...
Sentí deseos de pedirle perdón, pero algo me contuvo. Me acerqué al bar y mientras me servía un vaso de whisky, recordé aquella otra escena silenciosa que parecía haber ocurrido en un pasado ya demasiado lejano, aquella vez que, en la iglesia, yo había exclamado ‘mierda’ y él había contestado ‘amén’. Bebí el whisky de una sola vez, miré las tabletas de estimulante que él había dejado sobre el mesón del bar, y me dije en voz alta:
- ¡Que se vaya al demonio!
Bebí whisky hasta embriagarme.


8
PASÓ EL tiempo.
De pronto, la máquina en la que yo estaba metido comenzó a funcionar de otra manera, más intensamente. Nos acercábamos al final de la guerra. Todo era más desesperado. Cambié de cuidad, me fui a otro país y ahí debí continuar lo que había comenzado y de lo que ya no podía evadirme. Recordaba a mi amigo sólo de tarde en tarde.
Cada día me causaba más asombro la facilidad con que mentía y engañaba, y la facilidad con que todos parecían creer en mis mentiras y en mis engaños.
Una noche en que había bebido más de lo necesario para olvidar mi emporcamiento, encontré a mi amigo.
Me miró en silencio y sin darme tiempo para expresar mi alegría, me dijo:
-Reflexiona un poco. No te busques sufrimientos que no necesitas.
Sabía que a él no podía mentirle. Le pedí que no me dejase y él me anunció que iba a permanecer un tiempo en esa ciudad y que probablemente nos veríamos a menudo.
Fué muy poco lo que conversamos esa noche. No dejó de intrigarme aquello de que yo estaba buscándome sufrimientos que no necesitaba. Pero, como de costumbre, pensé que sería una nueva extravagancia de su parte. En cambio, me hubiese gustado sobremanera haberle demostrado una mayor hospitalidad y en general corresponder a su devoción de amigo de una manera más tangible. Cuando le ofrecí alojamiento en mi casa rehusó cortésmente informándome que su viaje había sido arreglado por otros amigos con quienes se había comprometido a alojar, pero que nos veríamos a menudo.
En nuestra próxima entrevista le pregunté si había leído mis crónicas y él respondió que sí y que había recortado alguna para conservarla. Esto me llamó poderosamente la atención. Esperaba que me hubiese dicho algo así como: "No leo propaganda política", etc. Pero el que hubiese recortado una de mis crónicas fué, por cierto, una verdadera novedad. Le pregunté cuál crónica era. La sacó de su billetera.
Yo había esperado que hubiese sido alguna de esas especulaciones llenas de complejidades que trataba de presentar un cuadro internacional, citando a magnates de la banca y a líderes obreros, etc. Pero lo que mi amigo había recortado era algo muy distinto: un comentario sobre ciertas canciones guaraníes en el que registraba mis propias impresiones.
-Es muy interesante lo que has observado en esta música- me dijo-. Corresponde fielmente a un tesoro de sabiduría que el guaraní aún siente pero que ya ha dejado de comprender, abrumado por la cultura occidental. Encuentro en ella lo mismo que en todo el folklore del continente: un hilo escondido en el tiempo. Lee esta obrita yucateca y verás el mismo contenido aunque en forma distinta.
Y me obsequió un librito que aún conservo.
Me dijo que esa crónica era lo que le había inducido a buscarme nuevamente y agregó:
-No te imaginas el bien que tu mismo te hiciste al escuchar esa música con tanta atención. Vibrará siempre en ti.
Yo sonreí con no poca suficiencia, y a mi vez contesté:
-Hombre… si quieres música guaraní, en casa la tengo en abundancia. También tengo dos hermosas canciones mayas, y abundantes discos de música incaica.
Le relaté en detalle como había ido formando esta colección y hasta mencioné las cifras que había gastado en ello. Me escuchó complacido.
-El guaraní tiene una riquísima expresión que significa que todo cuanto el hombre dice en palabras, en lenguaje humano, es una porción de la substancia del alma; advertirás que este concepto es similar a una de las santas verdades del cristianismo cuando afirma que de la riqueza del corazón habla la boca. Y hay quienes también han dicho que el hombre sólo puede expresar lo que es. En fin…
A la noche siguiente cenamos en mi casa y nos hartamos de música guaraní. Pero yo estaba agitado y nervioso debido a los acontecimientos del día y hubiese preferido discutir con él mis problemas personales. Escuchó la música con deleite. Yo bebía whisky. La música era por cierto atrayente, pero yo tenía la cabeza llena de muchas preocupaciones a consecuencia de mi vida en medio de tanta intriga. Ya mi situación se hacia demasiado densa y parecía no tener una sola rendija por donde huir. En ese instante envidié el solaz de mi amigo, la incalculable paz que había en él y, sobre todo, su seguridad, su aplomo.
Cuando se puso de pie, poco antes de marcharse, me dijo:
-El guaraní ha hecho más o menos lo mismo que estás haciendo tú con ese vaso de whisky; ellos beben caña. No es del todo desagradable, pero beberla para huir de sí mismo es lo más necio que puede hacer un hombre. Los guaraníes han caído en la misma red de somnolencia en que has caído tú. Esa música que acabamos de oír es la voz de su alma captada por un hombre que aún quiere despertar a los suyos. La Voz de la Vida todavía vibra en ellos, pero ellos se han dejado hipnotizar no sólo por el alcohol sino por el enciclopedismo occidental que es el veneno que consume a nuestros pueblos.
-No creo que haya muerto nada en el guaraní-, le dije-. Su virilidad es cosa bastante clara. Creo que el guaraní es el hombre más valiente que he conocido; lo vi en la guerra. Y a propósito, fué durante la guerra que conocí su música y la encuentro tan bella y decidora como la música del altiplano.
-Sí; ambas son genuinos llamados del alma de estas tierras, pero las formas son diferentes porque corresponden a distintas latitudes. Ambas son música esencialmente mística. La de origen incaico sigue el ritmo del movimiento de los cuerpos celestes y no puede ser de otra manera; es música que abarca, en su compás y en su melodía, todo cuanto nuestra alma ya sabe acerca del sistema solar y de las incógnitas que presenta la Vía Láctea y las Pléyades. A más de tres mil metros de altura, teniendo un firmamento estrellado por todo panorama, el hombre de los Andes tiene forzosamente que sentir en términos grandiosos. Si su pensamiento estuviese a la misma altura que su sentimiento, la raza no habría degenerado. Esta degeneración comenzó muchísimo antes de la conquista; aun así, su degeneración es proporcionalmente menor que la occidental con relación al cristianismo. Esto se puede observar en los escritos que sobrevivieron a la catolización del Imperio. El alma de estas razas aún conserva la suficiente fuerza espiritual; pero, por desgracia, no sabe actualizarla y la ha escondido en lo profundo de las prácticas católicas. En cuanto a lo guaraní, la naturaleza semi-tropical en que vive le da otro ritmo, otra forma, otro sentimiento; pero en esencia dice lo mismo en cuanto a espiritualidad. Ocurre que muy pocos hombres entienden la realidad de la vida a través de los sentimientos, de las emociones, y eso ha producido una civilización de esquizofrénicos. Lo que se ha dado en llamar el subconsciente, no son sino funciones correlativas que pueden operar armónicamente con la mente, con el pensamiento. Por eso te digo que si todo este tesoro artístico, si esta expresión emocional fuese comprendida intelectualmente, las razas de nuestro continente comprenderían su verdadero destino. Pero ya hay quienes trabajan para dar luz en este sentido. Por el momento estos hombres son como Juan Bautista -una voz que clama en el desierto.
-Por lo que me dices, parecería conveniente revivir las religiones y los mitos de las razas autóctonas-, le dije.
-No; eso sería necio. En ese sentido nada hay que revivir porque nada ha muerto. No podemos volver a las formas del pasado; sólo podemos comprender el principio eterno que anima todas las formas. Hay que comprender, no hay que disgregar ni dividir. Y esta es una tarea para cada individuo.
-Se calcula que en Sud América hay diez millones de indios. Un hombre audaz que conociese sus idiomas podría organizarlos y sublevarlos. Sería interesante.
Me miró compasivamente.
-Ya lo ves- dijo-. Ahí, en ti mismo, tienes la esquizofrenia occidental. Te has saturado de violencia a tal extremo que no puedes medir la vida sino en términos de destrucción y de muerte.
Pasaron varios días sin que volviésemos a encontrarnos. Por esa fecha los asuntos de mi vida estaban complicándose de una manera increíble. La máquina me atrapaba implacablemente y yo me sentía como un pajarito hipnotizado por una serpiente, sabiendo que va a morir, que tiene que huir pero que no puede hacerlo. Cuando volví a ver a mi amigo, le confié los hechos.
-Ya es demasiado tarde- me dijo-. Ahora tienes que seguir el movimiento de la máquina hasta donde te lleve. No puedes huir; mira.
Y conduciéndome a una ventana que daba hacia la calle, me indicó a dos hombres que trataban de disimular su presencia.
-¿Quiénes son?-, pregunté.
-Estás tan ensoberbecido con tu éxito que no te has dado cuenta de las cosas. La mentira te tiene atrapado. Son policías que te siguen desde hace varios días.
Sentí un golpe en el corazón. No me acobardo fácilmente, y si bien conozco el miedo, también sé que el valor es justamente dominarlo por muy intensamente que nos acose. Pero algo en mí temblaba horrorizado ante el crudo hecho de que llegaba a su fin. Miré a mi amigo, esperando que dijese algo, pero sólo comento:
-Deberías sentirte íntimamente agradecido que se te presente esta salida. Por lo general para el tipo de intrigas en que tú te has embarcado, la salida es el suicidio o… un accidente en la calle.
No hizo mayores comentarios. Me conocía lo suficientemente bien como para saber que no iba a suicidarme. Y en cuanto al accidente callejero me dejaba frío. Sabía bien que yo constituía un peligro para muchos y que muchos verían con agrado mi desaparición. Pero yo había anticipado esta posibilidad y había hecho saber a todos ellos que llevaba un diario en el que había anotado cosas que el mundo político y diplomático llama "muy interesantes". Habían varias copias de ese diario, algunas de ellas en el extranjero, y otras en un banco.
Le conté estas cosas a mi amigo.
-Una rata acorralada siempre tiene talento-, me dijo.
Me volví hacia él con violencia y tenía el puño en alto para golpearle, pero su mirada me paralizó. Aún ahora no podría explicarme como ocurrió eso. No movió un dedo, no hizo un solo gesto. Únicamente me miró y yo quedé desarmado por dentro y por fuera.
-Estás tan podrido que has perdido tu entereza- me dijo-. ¡Cómo has cambiado! Cierta vez me revelaste la forma como rezabas tus oraciones en la iglesia. ¿Lo recuerdas? Por necias y pueriles que hayan sido esas palabras, al menos tu integridad y tu honradez eran de valor. Ahora… mírate.


9
EL RECUERDO de aquellos días tan remotos en mi memoria, el verlos surgir ante mí en esa situación, en esas condiciones, me sacudió. Sin poderlo evitar comencé a llorar como un niño. En ese momento me di cuenta de cuanto amaba a mi amigo, de cuanto él representaba para mí. Se alejó a otra habitación mientras yo dejaba correr mi llanto en un rincón. Cuando me hube repuesto fuí a buscarlo y lo encontré de rodillas, con los brazos en cruz, y mirando hacia el firmamento por la ventana abierta.
Sin mostrar el menor apuro, se puso de pie y, mirándome, me dijo:
-El llanto es un buen purgante, purifica la sangre.
Se dirigió al cuarto de baño y le vi lavarse la cara con agua fría.
El también había llorado.
Durante ese invierno la situación del país se encrespó sobremanera. Estaba demasiado estrechamente ligada a la guerra. Pero fué en la primavera cuando los acontecimientos asumieron proporciones sangrientas y ocurrieron una serie de cosas que determinaron el que yo, finalmente, fuera detenido por la policía y llevado a la cárcel.
Conveniente sería registrar algunas de las observaciones hechas por mi amigo y que tienen relación con los hechos de ese entonces, a pesar de que afirmaba que ningunas de las cosas que ocurrían eran nuevas.
Yo me había dado cuenta claramente de la creciente fuerza que iba ganando el presunto dictador de ese país; estaba haciendo una comedia para explotar los sentimientos de las masas que le seguían ciegamente en virtud de unos cuantos beneficios circunstanciales que habían recibido. Mis crónicas destacaban estos hechos, pero mis jefes protestaban y me acusaban de ser partidario del hombre. Hubo violencias. Querían una oposición más activa en mis escritos y no parecían capaces de comprender la necesidad de decir la verdad y encarar la realidad obvia que estábamos presenciando. Cuando comenté estos hechos con mi amigo, me dijo:
-Lo único que realmente tiene importancia en todo este enredo es que la Serpiente Emplumada ya quiere volar, pero tiene las patas engrilladas a la tierra.
-Por favor, no me contestes con enigmas.
-No hay enigma alguno en esto. Si en vez de perder tu tiempo en puerilidades hubieses tomado el hilo de algunas indicaciones que te he hecho de vez en vez, habrías estudiado algo trascendental, y comprenderías el enorme significado que para ti tiene la Serpiente Emplumada.
-Todo eso está muy bien- le dije-. Pero no explica la razón porqué mis jefes son tan obtusos que no quieren ver la realidad de la situación en este país.
-Es que ellos son serpientes sin alas y sin plumas.
-Seguramente podría decirme las cosas en formas más clara.
-No quiero decírtelo en forma más clara. La verdad es siempre amarga para el dormido, porque le saca de su modorra.
-Hace años que vienes diciéndome lo mismo y aún no entiendo.
-Porque aún duermes.
A medida que avanzó ese invierno, mis crónicas comenzaron a atraer a varios personajes de otros países. La situación general parecía incierta. Otros países recibían informaciones contradictorias. Pero un acontecimiento sobre el cual informé en detalle determinó una nueva forma de relaciones con políticos y diplomáticos que llegaban en pos de informes correctos. El acontecimiento fué que el presunto dictador, siguiendo el atinado consejo de su jefe de policía, hizo una redada de cuanto opositor destacado había, incluyendo médicos, directores de grandes periódicos, abogados de renombre internacional, etc., todos los cuales dirigían el movimiento de la libertad de pensamiento y otra serie de libertades que mi amigo calificaba, resumiéndolas, en “la libertad de soñar despierto”. Sobre los jefes políticos, mi amigo dijo que se trababa de una colección de Pilatos que no podían ser otra cosa salvo en los casos cuando en la comedia humana cambiaban de papel y eran Herodes que, en más de una oportunidad, se habían visto obligados a halagar las vanidades de distintos tipos de Salomé, y degollar a más de un honrado Bautista.
Los hechos confirmaron más que suficientemente las palabras de mi amigo. Pero a fin de equilibrar la situación citaré la opinión de mi amigo sobre el dictador y los suyos:
-Esos son los que más y mejor duermen- decía-. Sueñan que dominan a las masas y no tienen la suficiente perspicacia para advertir que gritan ¡Hosana! con la misma facilidad con que gritan ¡Crucificadle!
Pero es de todos conocido como el final de la guerra confirmó todo esto.
El hecho fué que los líderes democráticos esperaron pacientemente en la cárcel a que las masas saliesen a rescatarlos, pero nadie movió un dedo a su favor. Antes bien; todos aplaudieron al dictador llenos de euforia por haberse atrevido a tocar a los intocables. Este acontecimiento trastornó la comprensión política y diplomática de todos.
Obvio era que este dictador, como casi todos, conocía intuitivamente las pasiones de las masas y las explotaba bien. La oposición quedó destruida. Pero aun así, pocos se dieron cuenta de la verdad. Hubo muchos editoriales, muchas protestas, pero fué bulla y nada más que bulla.
Mis crónicas, que hasta cierto punto reflejaban las opiniones de mi amigo, comenzaron a llamar la atención y atrajeron a los hombres que ya he indicado. Un día llegó uno y le informé en detalle. Este enviado confidencial, sin embargo, envió a su gobierno un informe de varias cuartillas para concluir diciendo que era conveniente postergar una decisión, que todo era incierto todavía. Cuando regresó, dos meses después, volvió a informar a los suyos que aún había necesidad de postergar cualquier decisión.
Esto me irritó.
-¿Porqué engaña Ud. a su gobierno? -le dije.
El hombre ni se sintió molesto, ni ofendido. Me miró muy complacido y me dijo:
-Yo también veo la situación como la ve Ud. Pero ocurre que nosotros también estamos en vísperas de elecciones y aún no se aclara nuestra situación y todavía no sé qué postura voy a adoptar. Fulano de tal -y citó el nombre de un gobernante- no tiene ninguna simpatía por Zutano -el nombre del dictador-  y tiene, en cambio, muchas posibilidades de ser el próximo presidente en mi país. Como él ocupa una situación destacada le envío copia del informe a fin de que como presunto gobernante esté en antecedentes de los hechos. Un informe terminante, como son sus crónicas, únicamente serviría para que él olvide mis servicios. En cambio, con varios informes preparo la posibilidad de que me asignen la embajada en este país. Ud. amigo, sería un pésimo diplomático.
Este fué un caso. Hubo otros. El directamente opuesto al anterior fué el del enviado de un país cuya situación era similar a la que yo observaba. Se dió prisa en tomar contacto con los hombres del dictador, no ocultó sus simpatías por él y ofreció comprarme todo el material que yo había acumulado. Chupó como esponja cuanto le dije. Y en base a eso emitió un informe, del cual me proporcionó una copia, lleno de las afirmaciones más fantásticas que he leído en toda mi carrera. Yo mismo había mentido descaradamente para halagar a "mis lectores". Pero el informe de este diplomático sobrepasaba toda la fantasía y la realidad juntas. Parecía un cuento de las Mil y Una Noches.
A renglón seguido me hizo una serie de proposiciones de índole comercial. No era la primera vez que me encontraba con personas que ocultaban los hechos para especular con ellos.
-¿Piensa Ud. que alguien de su gobierno creerá esto?-, le dije.
-No se preocupe por eso, amigo- respondió. Era un hombre simpático, agradable, sinvergüenza hasta la saciedad; pero no podía yo condenarlo. Ambos estábamos atrapados en una máquina.
Mi asombro fue grande cuando me di cuenta de que su gobierno había aceptado su informe y estaba actuando en base él. No pude nunca explicarme como los hombres que parecen ser hábiles en los asuntos del estado pueden tener las tragaderas tan abiertas como cualquier ingenuo.
Este enviado confidencial, antes de regresar a su patria, me obsequió una billetera finísima llena de billetes y cuando yo quise, débilmente, rechazarlo, me dijo:
-De ningún modo, querido amigo. Me ha ayudado Ud. en un magnífico negocio.
Más tarde supe que el negocio era un fuerte contrabando de materias primas muy escasas para la industria debido a la guerra.
Le relaté todos estos hechos a mi amigo.
-Esa es la treta más vieja del mundo- dijo-. Ellos no tienen la culpa. Son irresponsables. Pero tu, preocúpate de no seguir engrillando a la Serpiente Emplumada. Recuerda que no puedes servir a dos amos.
Nuevamente volví a ignorar su prudente consejo.
Los acontecimientos tomaban velocidad. La policía me vigilaba cada vez más estrechamente y con la esperanza de salvarme en alguna forma comencé a participar en muchas conspiraciones contra el dictador.


10
AL MEDIAR la primavera, con el buen tiempo, se desató una ola de violencias por todas partes, en todo el país. Los estudiantes comenzaron a alborotar azuzados por los próceres democráticos que la policía había humillado. Lanzaban uno tras otro manifiestos escritos cómodamente en un club elegante. Un día hube de entrevistarme con ellos, a raíz de ciertos acontecimientos en los que varios estudiantes habían caído presos y heridos. Les informé de los hechos.
-¡Qué barbaridad!- exclamaron-. ¿A dónde nos va a conducir este hombre?
-Lo saben perfectamente bien- les dije-. Deben actuar ahora.
-Pero ¿qué podemos hacer?
-Si tienen miedo de ir a la calle a enfrentarse con matones y policías, al menos no inciten más a esos muchachos.
-Es que en ellos el amor a la patria arde en la sangre-, dijo un banquero.
-¡Váyanse a la mierda, maricones!
Exclamé con toda la furia que me consumía esos días. Me fuí a casa y mi amigo me esperaba. Le conté el incidente.
-La Serpiente Emplumada quiere volar- Fué toda su respuesta.
No estaba yo de ánimo para estas cosas, Le di la espalda y me fui a mi habitación. Cuando me hube tranquilizado, lo encontré repasando el cuaderno en que yo apuntaba sus comentarios y observaciones. Estaba corrigiendo algunas cosas.
-Eres un buen periodista y tienes buena memoria-  me dijo-. Has cometido pocos errores.
De cada cosa notable de mi amigo había no sólo apuntando sus palabras, sino que había descrito la escena con lujo de detalles, nombres, lugares, fechas, etc. Me pidió que destruyese toda referencia personal, todo lo que fuese un lugar, una fecha, un nombre. Dejé solamente los hechos que podían retratarle a él, y de esas notas sale este relato.
Muchos de los espías y agentes secretos con quienes yo habían tenido contacto habían huido a tiempo. Los enemigos de estos agentes, al servicio de otro país, comenzaron también a vigilarme más estrechamente. No cabía ya duda que mi juego estaba en descubierto. Un día supe que algunos espías que me conocían estaban presos. Como de costumbre, confié todo a mi amigo y él me dijo:
-Los que están presos te han delatado; los que han huido han hablado en otros países. Y estos otros te están usando.
-¿Qué hacer?-, le dije.
-Recupera tu hombría. O entrégate abiertamente y cuenta toda la verdad, o sigue hasta el fin y que venga lo que venga.
-Seguiré hasta el fin-, dije con la esperanza de que algo ocurriese a mi favor.
Comenzaba a sentir cierta repugnancia hacia mí mismo, y confié esto al amigo.
-Es natural- dijo- . El sueño se convierte en pesadilla porque ya se disipa el efecto de las drogas psíquicas que has estado tomando durante todo este tiempo. Pero no desesperes. Algún día descubrirás el enorme secreto de la confesión y su valor, y entonces sabrás que la Serpiente Emplumada puede volar.
Fué en esos días cuando descubrí que mi amigo era un actor consumado, que podía modificar su apariencia casi a voluntad y que podía transformarse en quien quisiera. El incidente que me permitió este nuevo hallazgo comenzó cierta noche en que unos políticos con quienes estaba yo en estrecho contacto en la conspiración me llamaron con grave urgencia. Nos dimos una cita lejos del centro de la ciudad. Cuando yo salía de mi casa, agitado ante el tono de urgencia con me habían llamado, encontré a mi amigo:
-Ocurre algo grave. Fulano me ha llamado. Acompáñeme-, le dije.
El problema era que uno de los conspiradores, director de un periódico de batalla y que tenía en ese entonces una circulación bastante notable, había recibido una advertencia confidencial. Esa misma noche le iban a detener y a encarcelar. El no dudo de la veracidad del aviso. Se lo había dado un policía que iba a tomar parte activa en el asunto. Este policía debía ciertos favores de consideración al director y además estaba a sueldo del grupo conspirador. El problema era ayudar a huir al director y pensábamos que su huída podía utilizarse con fines de propaganda. Lo inmediato era, sin embargo, hacerle desaparecer antes de que la policía lo capturase. Discutíamos varios planes cuando mi amigo intervino:
-Puede apelar al derecho de asilo-, dijo.
Fue una indicación valiosa. Yo corrí al teléfono y llamé a un amigo diplomático. Estaba a punto de decirle nuestro propósito cuando mi amigo me tapó la boca con la mano y me advirtió:
-Dile que vaya inmediatamente a su embajada, y que deje la puerta abierta porque llegarás en automóvil.
Así lo hice. Este diplomático era uno de los que se habían beneficiado con mis cosas, de modo que accedió fácilmente.
Salimos de la reunión el director, mi amigo y yo. Tomamos un taxi y cuando yo estaba a punto de dar la dirección de la embajada, mi amigo dio una dirección completamente opuesta. Viajamos durante media hora, en silencio. Nos detuvimos en una pastelería nocturna. Sólo cuando estuvimos sentados a una mesa me di cuenta del porqué de las precauciones de mi amigo. La policía nos había seguido. Eran dos agentes que no podían disimular su condición. Vi cómo uno de ellos telefoneaba. Mi amigo también lo vio y dijo:
-No se atreven a obrar solos. Están pidiendo ayuda. Ahora utilizaremos una treta muy vieja.
Diciendo esto se puso de pie y partió al reservado. Nosotros le seguimos. En un W.C. cambió de ropas con el director. Ambos eran de más o menos la misma hechura. Hicimos luego una salida deliberadamente sospechosa, uno por uno, en tanto los agentes de policía nos miraban. Nos reunimos los tres en la esquina y vimos a los dos agentes acercarse a nosotros con un pésimo disimulo. Cuando estuvieron relativamente cerca, mi amigo inició una comedia en forma tan natural, que yo casi me fuí de espaldas. Hizo una aparatosa despedida citándonos para el día siguiente en tal parte y a tal hora.
Yo estaba perplejo. Mi amigo había imitado a la perfección la voz y el acento del director del diario. Hasta caminó de la misma manera. Se acercó a la vereda, llamó a un taxi y partió. A los pocos minutos vimos como los agentes partían en pos de él.
El director del diario y yo estábamos asombrados. El dijo:
-Muy noble el gesto de su amigo. ¿Quién es?
Yo no le respondí. Al ver a la policía partir tras de él me invadió un temor muy singular. Estaba bastante bien informado acerca de los métodos de la policía como para ignorar la suerte que le esperaba si lograban atraparlo. Comencé también a sentir una ira abrumadora contra este periodista que estaba ahora a salvo y libre del peligro de ser torturado por la policía.
En cambio, a mi amigo no sólo lo maltratarían confundiéndolo al comienzo con el director, sino que terminarían dándose cuenta de la verdad de los hechos al día siguiente cuando la embajada X notificase al gobierno acerca del director que había asilado. Mientras pensaba en todas estas cosas, este hombre que estaba conmigo parloteaba del modo más insoportable. Yo no le prestaba atención. Pero alcancé a coger una frase con que terminó un discurso:
-La lucha por la libertad de prensa por cierto que es amarga.
Esta frase cayó sobre mí en tal forma que no pude menos que sentir un desprecio indescriptible por todos los conspiradores de este tipo, hombres que siempre utilizaban los sentimientos ajenos para salir bien librados y luego medrar con el sacrificio ajeno.
-¡Maricón!- le grité lleno de cólera.
-¿Cómo dice?-, me preguntó él extrañado.
Le tomé por las solapas, lo arrimé contra la pared y volcando sobre él todo el odio contenido en mi mente, le dije:
-Le he dicho que es Ud. maricón. Le digo ahora que Ud. y toda su colección de maricones pueden irse a la misma mierda con toda su libertad de prensa. Mi amigo nada tiene que ver con estas porquerías. El que yo me arriesgue no tiene importancia porque estoy con Uds. únicamente por ver el modo de salvarme a mí mismo. Yo soy tan sinvergüenza y tan hipócrita como Uds. Pero ya no me engaño. Y si ahora le voy a ayudar es porque lo necesito para ayudarme a mí mismo. Lo que debía hacer es romperle la cara y entregarlo a la policía para que ellos terminen con Ud. Me preocupa mi amigo y no Uds. y sus imbecilidades. Vamos, imbécil; allá en la embajada le espera café, coñac, cigarrillos y una cómoda cama para que sueñe con toda la gloria que le voy a fabricar con la crónica que escribiré sobre esto.
Lo extraño era que, a la vez que cólera, sentía cierta compasión hacia este hombre. Era uno de aquella legión de ilusos que en los primeros tiempos de la revolución había considerado imposible que un aventurero se adueñase del poder. Lo que más me irritaba era que se había encastillado en el sueño de que el pueblo iba a defender lo que hasta entonces era tradicional en ese país y que nadie había osado tocar. Pero ya los hechos lo habían sacudido. Y ahora se hallaba poco menos que perdido, sin saber qué hacer fuera de pedir ayuda a quien quisiera dársela, como mi amigo.
Cuando estuvimos en un taxi, me cercioré de que nadie nos seguía. De todos modos, para mayor seguridad, cambiamos de taxi varias veces. Durante estas maniobras comenzó a dar señales de miedo y quiso entablar una conversación. Le dije bruscamente:
-¡Cállese!
-Pero…
No le dejé continuar. Tomamos el primer taxi que pasó, y partimos hacia la embajada de X.
-¿Tiene dinero consigo?-, pregunté al director.
Sacó su billetera y me dijo:
-¿Cuánto necesita?
-Todo eso-, le dije y le arrebaté la billetera de la mano.
-Me voy a quedar sin un céntimo.
-Pero con el pellejo sin un rasguño y con una corona de laureles. Pague algo siquiera. Ud. puede obtener dinero en cualquier parte. Este dinero irá a esos muchachos que han perdido su libertad y quizás hasta la salud a causa suya.
-Ud. está de parte del Fulano-, me dijo nombrando al dictador.
-Piense lo que le dé la gana. Ya no me importa nada.
Le entregué en la embajada. Consulté con los funcionarios hasta que punto podía extenderme en mis escritos. Nos pusimos de acuerdo y la escribí ahí mismo. Me alegré mucho cuando el embajador me dijo que conforme al derecho internacional no podía hacer figurar una entrevista política con el asilado. Me sentí agradecido por eso; al menos, disminuía el caudal de mentiras que escribiría acerca de él; lo había pintado como un héroe, como un hombre audaz que había logrado burlar a los esbirros del dictador.
El embajador de X, uno de los pocos hombres sobrios y sensatos que había entonces en la diplomacia en ese país, sonrió cuando le mostré mi crónica.
-¿Por qué no se gana la vida escribiendo novelas policíacas?-, me dijo.
En ese instante llegó el mozo con café, coñac, cigarrillos y sandwiches. Al poco rato llegó el secretario del embajador con el asilado. Me miró en son de reproche y me di cuenta de que estaba enterado del incidente y del dinero. Pidió una palabra a solas con el embajador, pero yo me adelanté:
-Señor Embajador- le dije-. Un amigo a quien quiero mucho está posiblemente ahora en manos de la policía para que este hombre se salve. Este individuo es para mí una noticia y nada más. En el taxi le arrebaté su dinero. Aquí está (y coloqué la billetera sobre la mesa). No lo he contado, pero me voy a quedar con él, y el uso que le dé es cosa mía. En esta crónica Ud. ha visto como digo que este hombre, en un gesto final, entregó una fuerte suma para ayudar a la causa y a los que luchan por la libertad. Pues voy a convertir esa aureola en una verdad literal. Uds. son testigos de que este hombre ahora hace esta donación voluntariamente.
El embajador estaba incómodo y molesto. El secretario, sorprendido ante mi audacia. El asilado me miraba con la boca abierta. Pero el más sorprendido de todos era yo mismo. No quiero en forma alguna justificarme denigrando a esos revolucionarios de salón, pero tampoco puedo dejar de mencionar que me producían ya un asco insoportable. Y que este asco se extendía hacia mí mismo. Me daba cuenta de que estaba pegándole a un hombre caído, a un hombre que había confiado su vida y su libertad en mis manos. Mis sentimientos eran sumamente contradictorios. Le miré amenazante y con un tono de voz que jamás hubiese sospechado en mí, le dije:
-Bien… ¿qué dice Ud.?
Y él, comenzando un poco torpemente, miró al embajador y me dijo:
-Comprendo que lo inesperado de la decisión de su amigo lo haya alterado. Desde luego, le disculpo la manera como me ha tratado. Es Ud. un ser noble que está tratando de ocultar su nobleza. Disponga de ese dinero y permítame darle las gracias por todo.
Me extendió la mano. Yo sentí tal repugnancia que a duras penas alcance a darle la mía. Me sentía sucio por dentro, sucio de corazón.
Y parece que esto habló en mí:
-Le he dicho que soy cualquier cosa menos noble y desinteresado. Soy tan mentiroso y tan sinvergüenza como Ud. Al menos no seamos hipócritas.
El embajador intervino en ese instante:
-Si no le conociese, le pediría que se marche en este instante. Está Ud. alterado. No beba más. En cuanto a su amigo, aun cuando el señor se entregase voluntariamente a la policía, nadie puede ayudarlo. Yo por cierto que no puedo hacerlo sin convertir a mi gobierno en un partícipe abierto de sus actos. Demos por terminado este hecho. Oficialmente sólo sé que el señor ha venido a pedirme asilo y se lo otorgo. Aparte de esto, no sé nada más.
Cambiamos media docena de frases protocolarias. El asilado se marchó con el secretario. El embajador cerró la puerta y quedamos a solas. Charlamos durante un largo rato sobre cosas que nada atañen a este relato. Cuando nos despedimos, me dijo:
-Lo único que le pido es que no me convierta la embajada en un hotel. Ya hemos pasado por esto en España y estoy un poco viejo para estas cosas.
Esa noche no pude dormir cavilando en la suerte de mi amigo. Traté de ubicar a un espía que teníamos en el cuerpo de policía; no logré dar con él. Pero a la mañana siguiente, a primera hora, mi amigo se presentó en mi casa. Yo estaba con los ojos irritados por la falta de sueño, por el exceso de alcohol que había bebido durante toda la noche. Su sonrisa me infundió ánimos, le eché encima los brazos y estuve a punto de llorar de alegría. Pero él me serenó con su tranquilo:
-No pierdas la cabeza.
Preparamos café. Antes del desayuno me hizo tomar una revoltura efervescente y me aconsejó:
-No te vendrá mal un baño turco. Será interesante ver a ese gordito de la policía transpirar junto con nosotros.
Se refería a un agente que me seguía los pasos.
Yo le conté todo lo ocurrido la noche anterior, y esperaba que me reprochase, pero lo único que me dijo fué:
-Ya has comenzado a darte cuenta de que la libertad de que todos hablan es un mito fabricado por ellos mismos y para sí mismos. Has comenzado a sincerarte contigo mismo. Lo que ahora sientes como reproche es justamente el primer albor de la libertad.
-Pero le he robado el dinero, he abusado de su condición. Yo tengo bastante dinero, y además he dejado al embajador en una situación incómoda.
-A veces sabemos mucho de corazón, pero nuestra ineptitud mental lo distorsiona todo. Pero no importa. Lo interesante es que no te has ocultado tras alguna frase altisonante para justificar tu violencia. En cuanto al embajador, no te inquietes. Te ha visto como te veo yo. Es uno de los nuestros.
-¿Quiénes son los nuestros? ¿De qué se trata?-, le dije.
-Ya los irás reconociendo con el tiempo. Quien tiene ojos para ver reconoce siempre a los suyos. Por otro lado, ese dinero te hará falta.
                 

11
CREO QUE mi amigo podía adivinar el porvenir. Ninguno de sus pronósticos había fallado hasta entonces. Este tampoco. En cuanto se corrió la voz de lo que yo había hecho, esto de haber ayudado a huir al director, mi vida sufrió otro vuelco inesperado. La parte obscura de mi conducta, naturalmente, quedó en silencio. Los disturbios en la ciudad aumentaban. Los estudiantes alborotaban con una huelga tras otra. Un día llegaron dos a mi casa. Mi amigo me ayudó a hacerlos huir a un país vecino. Tomó el dinero que yo le había arrebatado al director (que ya estaba escribiendo sus heroicidades en el extranjero y su fantasía superaba en mucho a la mía) y lo distribuyó entre ambos. Yo quedé con un palmo de narices al verle hacerse cargo de toda la situación y al oírle decir que debía yo ahora dedicarme a despistar a la policía para quedar él con las manos libres en esta tarea.
Pronto debimos arrendar un departamento en otra parte de la ciudad. Durante varias semanas jugamos ambos a Pimpinela Escarlata. Mi dinero se agotó rápidamente. El combustible estaba racionado, pero mi amigo se las arreglaba para obtener cupones. Utilizábamos automóviles diplomáticos y fiscales para nuestra empresa. Cuando vi que el dinero se agotaba comencé a obtenerlo mediante amenazas a los señores del aristocrático club donde aún planeaban la manera de dar "apoyo moral" a estos estudiantes. Los espías con quienes todavía mantenía relaciones se sumaron a nuestra empresa y aún contribuyeron también con dinero. Mi amigo asumió la dirección efectiva y real de todo el sistema que fué montándose velozmente. Tenía un modo tan poco conspicuo de hacer las cosas, que nadie hubiese pensado que todos los planes los elaboraba él.
Por mi parte, yo estaba con los nervios deshechos. Mi amigo se limitaba a observarme. Aumenté la dosis de estimulantes para mantenerme despierto y activo. De día tenía que desempeñar mi función de periodista como si nada anormal ocurriese. De noche tenía que ayudar a mi amigo. Aprendí muchas cosas llevado por la necesidad. Un día, en una hora tranquila que tuvimos para charlar, le conté a mi amigo cuán mal me sentía por dentro, cuánto asco me producía ya esta vida de engaños, mentiras y sobresaltos. El se limitó a sonreír.
Pocos días después llegó la hora de la desilusión.
Una mañana, hacia fines del verano, llegó una partida policial a mi casa. Uno de ellos -en tanto que los otros revisaban mis cajones, cortaban el teléfono y cumplían con sus menesteres de aislarme- preparó desayuno para todos. Todos fueron muy amables, muy gentiles. Tan sólo uno estaba sentado en un sofá con una automática en la mano. Lo extraordinario es que ante todo esto, comencé a sentirme tranquilo, sereno. Y dije a este policía armado:
-Amigo: guarde su pistola. Le aseguro que estoy demasiado cansado para resistir o siquiera tratar de huir.
Mi casa quedó a cargo de la policía. Yo fui a parar a una comisaría donde me sometieron a los interrogatorios más absurdos que darse pueda. A juzgar por la manera como me hacían las preguntas, y a juzgar por las preguntas mismas, parecía que ellos necesitaban construir un caso tan sensacional que sirviese de base a algo igualmente sensacional. Estuvieron a punto de persuadirme que yo era el ser más peligroso que darse pueda. Pero yo ya no tenía resistencia alguna, ni interna ni externa. Falto del estimulante, mi sistema nervioso reposaba. Yo decía que sí a todo, y no me daba la molestia de negar nada. Los cargos eran tan fantásticos, que yo firmaba una declaración tras otra sin siquiera leerlas.


12
ASÍ TERMINO mi vida. Mi carrera también. Esperaba verme envuelto en alguna de aquellas crónicas escandalosas similares a las que yo mismo había escrito muchas veces. Y me reí. Pensé que sería justo servir de tema alguna vez y no me preocupaba en absoluto lo que bien sabía que dirían de mí los diarios, ni lo que pensarían mis compañeros. Nada me importaba un comino. Sólo quería descansar.
Pero la policía se encargó de detener el escándalo a tiempo. Por mi amigo, algún tiempo después, supe que había ordenado que los diarios dijesen que yo no estaba detenido y que posiblemente estaba veraneando en alguna parte. El verdadero motivo de esta decisión solamente lo conocía yo, pero es asunto tan turbio que no corresponde a este relato y en este asunto no intervino mi amigo para nada.
Durante los primeros días de aislamiento en una celda, traté de recordar muchas de las cosas que me había dicho mi amigo y que yo había apuntado. Pero no tenía mi libreta a mano. Comencé a ver la vida y las cosas humanas de un modo muy curioso, como si estuviese aislado de ellas. Esto se debió a que en un momento recordé algo que él me había dicho acerca de la clave de El Sermón de la Montaña, de una clave que estaba oculta en las primeras frases: “Y viendo  las gentes, subió al monte”.
Mis desilusiones y todo lo que había contribuido a esto, ¿sería eso el ‘ver las gentes’ de que habló mi amigo? ¿Y qué sería ‘subir al monte’? Pensé que el monte sería algo así como la tranquilidad interior que me invadía al recordar a mi amigo, una tranquilidad como si supiese que él me daría la respuesta a todas las preguntas que comenzaba a formularme. Por cierto que en ese aislamiento pude ver la revolución, mi carrera, mis años de juventud, de un modo bien diferente. Me di cuenta de cuán necia, cuán inútil había sido mi agitada existencia y que una vida así no podía conducir a parte alguna, que no tenía sentido.
No me pude explicar que había ocurrido con los sentimientos de aquellos estudiantes que amedrentados ante el peligro policial habían llegado a mi casa en busca de ayuda. No podía explicarme cómo era posible que ahora y voluntariamente estuviesen declarando en mi contra en el sumario.
Eventualmente fuí enviado a una cárcel y quedé en paz.
La primera visita de mi amigo ocurrió en presencia del comisario interrogador. Le pregunté por los amigos; y su respuesta fue típica:
-Aquí estoy-, me dijo.
-No me refiero a ti, sino a fulano, a zutano, mengano, etc.
Me miró compasivamente, y con un tono ficticio contestó:
-¿Esos? Esos son hombres libres. Están disfrutando de una hermosa siesta.
-Imagino que les va bien.
-Al único a quien le va verdaderamente bien es a ti. Pero esto no lo entiendes todavía.
Y dirigiéndose al interrogador policial, dijo:
-Este hombre necesita descanso. Sobre todo, necesita reflexionar. ¿Podría Ud. ayudarlo? Ya que Ud. ha estudiado filosofía quizá algunas palabras suyas le sirvan de algo.
Ignoro qué conversaciones previas había tenido mi amigo con este policía. El caso es que parecían ser amigos de confianza. El policía, aclarando la garganta y en el tono de un conferenciante que va a dilucidar el misterio de la vida, comenzó a hablar tal cúmulo de vaciedades que hube de disimular mi risa encendiendo un cigarrillo. No me atreví a mirar a mi amigo a los ojos. El discurso terminó más o menos de la siguiente manera:
-Nosotros prestamos un servicio al estado para bien de la comunidad. La patria está por sobre todo. Pero también somos humanos. Ud. ha confesado. Nos ha ahorrado trabajo y dinero. En tanto que la superioridad dictamine sobre su caso, yo me encargaré que lo pase bien. Los delitos políticos merecen nuestra consideración de caballeros. Esto es como un match de box: Ud. ha perdido, nosotros hemos ganado. Eso es todo.
Su hipocresía era repugnante. Yo había visto algunos de los rostros de los estudiantes que habían acudido en demanda de auxilio a mi casa. Y me di cuenta de que mi amigo, de algún modo, había influido sobre este hombre para que se convenciese de sus propias palabras.
El policía sacó un juego de ajedrez. Pidió café para todos y comenzó la partida. Duró varias horas y pude darme cuenta de que mi amigo hacía un juego de comedia; simulaba esforzarse en ganar, pero perdió deliberadamente. Al final, el policía le dijo:
-Es preciso que juguemos otra vez. ¡Cuánto me ha costado vencerle!
El hombre estaba radiante. Durante la partida lo había visto palidecer a menudo. Al final, dijo muy amablemente:
-Hay que festejar esta victoria. Le ruego que acepte mi invitación a una cena.
Mi amigo me miró a mí antes de responder, pero el policía agregó:
-Iremos con él también; pero sería bueno que empeñase su palabra de honor de que no tratará de huir.
Mi amigo dijo:
-Yo respondo por él.
La comida del penal era odiosa, de modo que disfruté con la idea de una cena en un buen restaurant. El policía sacó del cajón de su escritorio la pequeña caja-fuerte de metal donde yo siempre tenía una buena suma en efectivo y que la policía había secuestrado "para la investigación". Le ví echarse un puñado de billetes al bolsillo.
Cenamos bien y alegremente los tres. Mi amigo era una persona completamente distinta. Parecía admirar a este policía como un niño admira a su padre. La conversación se entabló entre el policía y yo. Viéndole tan vanidoso, le dije:
-Mire Ud. Mi carrera como periodista ha terminado gracias a Ud. Pero creo haber descubierto una posibilidad para el futuro. Cuénteme Ud. sus pesquisas más interesantes y juntando eso con los antecedentes que yo tengo del servicio secreto, podría escribir un buen libro de aventuras. Este es un género poco cultivado en nuestros países.
-Lo pensaré-, me dijo gravemente. Después de un momento, agregó-: sí, creo que Ud. lo podría hacer bien. He leído sus escritos y me agrada su estilo.
-Gracias-, le dije.
-¿Cómo me describiría Ud. a mí?
-Bueno… sería primero necesario desfigurar su nombre, ¿verdad? Pero hacerlo de tal forma que se supiese de quien se trata. Luego habría que modificar la descripción de su físico. Esos son detalles importantes. Creo que sería mejor que el personaje lo describiese Ud. que tiene más experiencia en la psicología del contra-espionaje. Yo sólo conozco la del espía y no es muy buena que digamos puesto que estoy preso.
-Me parece una buena idea. ¿Qué piensa Ud.?, le preguntó a mi amigo.
Yo me puse a temblar. Cualquier expresión cáustica de su parte podía empeorar mi situación. Lo miré con ojos suplicantes. Y él, sin quitarme los ojos de encima, contestó:
-Quien ignora su propia psicología, ignora la de los demás. Esto es obvio, ¿verdad?
-Desde luego, desde luego-, dijo el policía mirando muy gravemente el mantel como si ponderase algún grave problema filosófico. Mi amigo continuó:
-Puesto que la ignorancia de sí mismo hace que uno vea siempre distorsionada la verdad que no quede ni sombra de ella, creo que hay una diferencia notable entre la psiquis suya y la de mi amigo. Para los fines de esa novela, cuyo héroe es un agente de contra-espionaje, Ud. resulta el más indicado para describible porque así no distorsionará ni un ápice su propia concepción subjetiva. Naturalmente, puedo estar equivocado; ya ve Ud. que cuando lo tenía en jaque, Ud. demostró fielmente aquella cualidad que acabo de citar. Si me equivoco, le ruego que me lo diga.
El policía parecía haberse elevado a las nubes. Su sonrisa era tan beatífica que hube de hacer un gran esfuerzo para contener la risa. Ponderó las palabras de mi amigo con una expresión tal de gravedad que, durante el primer instante, pensé que se había dado cuenta de que, en resumen, mi amigo le había dicho: ‘imbécil’. Pero mis temores no tenían fundamento. Al cabo, alzando la cabeza como quien ha tomado una gravísima determinación, nos dijo:
-Sus observaciones son sumamente atinadas. Desde luego, no está Ud. equivocado. Mi concepción subjetiva es justamente uno de los valores psicológicos que me han permitido tener un extraordinario triunfo en mi carrera. Como bien lo dijo Ud., la enorme diferencia entre mi psiquis y la del señor (no dejó de llamarme la atención lo de ‘señor’) me permite justamente una concepción subjetiva tal que de la filiación -perdonen Uds. la terminología policial- del héroe del servicio de contra-espionaje resulte todo un capítulo interesante.
Yo le miraba con la boca abierta, pero él continuó:
-No le extrañe, querido adversario- me dijo-. He nacido con un gran talento psicológico. La verdad es que me costó mucho persuadir a mis superiores para que adoptásemos el método psicológico para nuestro servicio. El imperativo categórico hace innecesarios los métodos antiguos llenos de brutalidad. La psiquis es un factor importante en el espionaje y en el contra-espionaje. Ud. perdió este round, querido contrincante, porque Ud. es solamente un aficionado en cuestiones de la psiquis, no debía haberse apartado de su profesión de periodista.
Este hombre se enamoró perdidamente de las palabras ‘psiquis’ y ‘subjetivo’. Durante mi prisión pude oírlo muchas veces explicarlas a sus subordinados.
Mi amigo lo manejaba a su antojo; obtenía de él lo que quería, pero nunca hizo el menor esfuerzo por obtener mi libertad. Y cuando se lo reproché, me dijo:
-Estás mejor acá que allá afuera. Al menos, acá estás bien acompañado y hasta es posible que despiertes.
Pasaron los meses.


12
¿CUANTAS PARTIDAS de ajedrez debió jugar mi amigo con ese hombre?
Pero ya llegamos al final de esta historia.
Una tarde, mi amigo llegó a la cárcel y me dijo:
-Fulano (el de la ‘psiquis subjetiva’) me ha dicho que te deportarán dentro de dos semanas, o quizás antes. Te tratará bien hasta entonces. Yo debo marcharme, pero nos veremos pronto.
No pude ocultar mis lágrimas. Obvio era que él también lo sentía, pero estaba tan bien protegido por su sonrisa y serenidad que no reveló sino cariño y buena voluntad. Fué entonces cuando me habló acerca de aquellas cualidades indicativas de la “promesa de un despertar”.
Quedé solo y amargado.
Al cabo de diez días fuí notificado de mi expulsión. También me informé que mi filiación había sido enviada a todas las policías de todos los gobiernos del continente y que varios de ellos, cada uno a su manera, había agregado o suprimido algo obtenido de "fuentes reservadas y confidenciales". Bien sabía yo quienes constituían estas fuentes y los motivos de su contribución a mi dossier, pero eso ya no tiene importancia.
Toda esta época la veo ahora tan remota que me cuesta recordar algunos incidentes. La chicanería de algunos hombres es una cosa tan patente en ciertos casos que quizás a eso se refiera mi amigo cuando habla de los hombres de barro en el escrito que va a continuación de éste.
Pero aún falta la última escena a su lado y lo que ella determinó.
Una mañana de Mayo partí en un tren internacional con destino a un país fronterizo, justamente al país que había enviado a aquel simpático y sinvergüenza agente confidencial que me obsequió la billetera. Una hora antes de enviarme al tren, el ‘imperativo categórico de la psiquis subjetiva’ me hizo conducir a su despacho y en tono solemne me dijo:
-Joven: si de mí dependiese lo dejaría en libertad. Lo hubiese dejado marcharse hace mucho tiempo. Total, una vez descubierto su juego, el espía es cosa inútil sino muerta. Eso es lo que mí me importa. Puede Ud. rehacer su vida conforme a sus deseos. Aquí tiene el argumento general de mis más importantes pesquisas en el contra-espionaje. A Ud. lo hago figurar como el más difícil de todos. Naturalmente que he debido exagerar la nota en este caso a fin de poner su psiquis a la altura de la mía. Le recomiendo no alterar nada del capítulo en que expongo mi psiquis. Me he disimulado lo más que he podido. Buena suerte, y escríbame enviando copias de lo que vaya produciendo. Estoy a sus órdenes.
Cambió de tono, volvió a su escritorio, saco de mi caja-fuerte el dinero y agregó:
-En cuanto a su viaje, la ley le permite sacar del país solamente tantos pesos. Cuando fué detenido, había en esta caja tantos pesos (siete veces la cifra que la ley me permitía llevar). En consideración a la simpatía que Ud. ha despertado, le permitiré llevar el doble de lo que autoriza la ley. Se ha gastado tanto (mas de la mitad de la suma original) en su manutención, peluquería, etc. Del resto, disponga Ud. como guste.
Como ya nada podía causarme asombro, le dije:
-Seguramente caerá en sus manos algún otro espía de psiquis tan baja como la que tengo yo. Le ruego utilizar a favor de él lo que quede de mi dinero, como obsequio de un colega a otro. Quizás el otro no disponga de dinero.
Me entregó el dinero, el pasaporte, etc. Y sin esperar a que yo me hubiese ido tomó el saldo y lo metió en sus bolsillos. Nos despedimos, pero cuando estaba en la puerta me volví y le dije:
-Voy a viajar hasta la frontera con uno de sus hombres. ¿Cuál de los dos guardará este dinero?
Tenía razones fundadas para dudar del altruismo de los policías.
-Conforme a la ley, debe guardarlo el agente que le acompañe y entregárselo en la frontera. Pero en su caso haremos una excepción.
Y llamó al agente que aguardaba en la puerta con las esposas listas para ponérmelas en las manos.
-Este detenido va a su cargo por orden del ministro. Y lleva Z pesos. Eso ha sido autorizado oficialmente. Los llevará él. ¿Entendido? Además, no hará falta que le ponga esposas. Vayan como amigos.
-Sí, señor-, respondió el agente.
Cuando nos marchábamos, volvió a llamar al agente y pude oír que le decía:
-Seguramente querrá comprar algo especial en el viaje. Tenga.
Era obvio que le había entregado una parte de los fondos que yo había legado a futuros espías desheredados de una ‘psiquis subjetiva’.
El agente salió radiante, y con la mayor de las consideraciones, tomó mi maleta y me dijo:
-Cuando guste, señor.
El viaje duró dos días y una noche.


13 
 DURANTE EL viaje me repetí amenudo: “Y viendo los gentes”, sin atinar a sacar nada en limpio salvo una desilusión completa acerca del género humano y de mí mismo.
Debía aún viajar cinco días y atravesar dos países antes de llegar al punto donde quería residir y donde esperaba hallar trabajo como periodista.
Al llegar a la frontera me despedí del agente. Era un buen muchacho.
Quedé solo en la cabina del tren. Pensé en mi amigo. Tenía demasiados dilemas que no sabía cómo afrontar. Mi reputación estaba por los suelos. Me sería difícil hallar trabajo en un cargo de responsabilidad como el que había tenido. Como muchos, yo había sido una víctima más en esa enorme máquina que es la guerra total. No contaba con amigos fuera de él. Y esperaba confiado el momento de verlo nuevamente, pues si lo había prometido seguro era que lo cumpliría.
Inesperadamente, en una estación pasada la frontera, subió al tren.
-¿Has aprendido ya bastante?-, me dijo-. Vamos a ver si puedes sacar provecho de esta lección. Es posible que aún debas sufrir como resultado de todo cuanto has hecho. Pero no desesperes. Procura prestarle atención a aquel Juez Interno de que te hablé. Si así lo haces, si no emprendes nada nuevo, con el tiempo terminará la inercia de las cosas que tu mismo has puesto en movimiento.
Eso fué lo último que me dijo. Me entregó la libreta de apuntes de las cosas que yo había anotado, y no volví a saber más de él salvo cuando recibí la carta que reproduzco más adelante y que me pidió que publicase en parte.
Al llegar a la ciudad donde debía hacer ciertas gestiones para poder seguir viaje, encontré la misma situación política que acababa de dejar atrás.
Al día siguiente de mi llegada recibí la visita de aquel agente confidencial, el de la billetera.
-Me felicito que haya venido- me dijo-. Acá podemos utilizar sus servicios.
-Gracias por recordarme -le contesté-. Pero estoy cansado-.
Y le expuse mi situación personal, mis obligaciones y el sufrimiento que ya había causado a los míos.
-No se preocupe por eso- insistió-. Su experiencia nos será valiosa. No hay nada arriesgado. Además, le pagaremos bien.
-Reitero mi gratitud, pero prefiero seguir de viaje.
Pero él, cambiando de tono, me dijo:
-No está Ud. en situación de rechazar nuestro pedido. Si quisiéramos podríamos detenerlo nuevamente como sospechoso. Ud. conoce bien cual es nuestra situación y le aseguro que nosotros no vamos a permitir que amigos diplomáticos lo ayuden. Ud. no tiene amigos acá, tiene muy poco dinero y no podrá encontrar trabajo.
-De todos modos- le dije-, supongo que Ud. no se va a aprovechar de mi condición para obligarme a hacer algo que no quiero hacer.
-La patria está por sobre todo-, contestó.
No pude contener una sonrisa de desprecio.
-Bien sé que acá las garantías constitucionales están suspendidas, que deben Uds. protegerse bajo un permanente estado de sitio. Sé que estoy en una situación desmedrada y que dependo de Uds. para poder reintegrarme a los míos. Pero así y todo, créame también que prefiero que me maten antes de seguir en este tren de farsa y mentiras.
El hombre se puso lívido. Me cruzó la cara de un golpe y yo que tan sólo unos meses antes lo hubiese muerto ahí mismo, me sentí sujeto y no dije ni hice nada. Algo extraño ocurrió en mi interior, algo que no puedo explicar, y, sin embargo, no era miedo. Era algo muy singular. Al sonreír, percibí una gran calma en el pecho. El hombre se sintió avergonzado, lanzó media docena de amenazas más y se retiró. Desde el balcón del hotel lo vi sentarse en un banco en la plaza pública. Al cabo de unos momentos, mientras me afeitaba, volvió a presentarse.
-Discúlpeme- me dijo-. Debí haber tenido en cuenta todo lo que Ud. acaba de sufrir. Pero le ruego que acepte la invitación del ministro (citó un nombre) a almorzar. Quizás entonces cambie de opinión.
No me negué.
El motivo del almuerzo era muy simple. Había una conspiración en marcha para deponer al presidente y colocar al ministro en su lugar. Para esto era necesario sondear ciertos ambientes. Le expliqué que profesionalmente estaba desacreditado.
-Eso lo podemos arreglar fácilmente-, me dijo.
Nombró un diario de oposición y me dió a entender que los propietarios que también eran dueños de grandes intereses en la riqueza natural del país, no verían con malos ojos mis colaboraciones.
-No- le dije-. Estoy cansado de todo eso.
-De todos modos píenselo unos días. En mi oficina tengo un dossier muy interesante sobre Ud. y sobre sus ideas políticas. También me doy cuenta de que es Ud. discreto.
Era una amenaza que no podía pasar desapercibida.
Me encontraba nuevamente en las redes de una de esas abominables intrigas políticas de los países sud-americanos, una máquina llena de mentiras, crímenes y extorsión.
Desilusionado, pensé esa tarde en el suicidio.


14
SENTÍ QUE me ahogaba. No podía huir aun cuando quisiese. La policía me vigilaba. Tomé un tranvía y partí a las afueras de la ciudad. Por la actitud de la gente, por su manera de hablar y por muchas indicaciones que un observador experimentado fácilmente aprende a tomar en cuenta, advertí que cualquiera que iniciase un movimiento contra el presidente actual podía triunfar. Las gentes también querían disfrutar de la libertad de cambiar de amos. Después, nuevamente querrían deponer a quien ellas mismas hubiesen llevado al poder.
Los años de mentiras sumadas a más mentiras habían terminado por hacerme sentir desprecio no sólo a mí mismo, sino a todo el género humano. Sin embargo, algo cambiaba en mi interior y noté que mi desprecio no era tan cáustico ni tan poderoso. Era algo así como resignación al ver a las gentes. Me repetí ‘Y viendo las gentes’; ponderé sobre ello pero mis pensamientos volaron a mi amigo y olvidé esto.
De pronto me asaltó el deseo vehemente de rezar.
Hallé una capilla llena de indígenas. Los observé y sentí cariño hacia ellos. Me arrodillé en un rincón y comencé a charlar, como antes, con un Cristo Crucificado. Le relaté en detalle todo lo que me ocurría, y terminé diciendo así:
-A juzgar por los hechos parece que utilicé muy mal la inteligencia que me diste. ¿Por qué no me das una nueva oportunidad? Si te es posible dame otra clase de inteligencia, una que no sólo me permita salir de este enredo, sino también que me permita vivir en paz con mi amigo.
Elevé los ojos a la cara del Cristo.
No sé si sería la imaginación acicateada por el deseo, pero creo que le vi sonreír.
Cuando volví a la ciudad, ya de noche, me refugié en la habitación del hotel.
Sobre el velador encontré un mensaje de un ex-diplomático a quien había conocido muchos años antes y que ahora ostentaba en su membrete el título de Senador. Llamé al teléfono que indicaba y él mismo respondió. Fué muy amable. Me dijo que se había enterado de mi paso por la ciudad, que echaba de menos mis crónicas en los periódicos y que tenía un vivo interés de conversar conmigo. Ofreció venir al hotel a buscarme.
Me sentía ya sin fuerzas para rechazar.
Cuando estuvimos juntos nuestra cordialidad era un artificio. El hombre estaba enterado de todo, pero lo disimulaba. Un senador no busca a un periodista de esa manera para sólo recordar tiempos pasados en una capital amable. Nuestra charla, durante el viaje, fué más hueca que lo normal. Al cabo, el automóvil de lujo en que íbamos se detuvo frente a la casa de gobierno.
El senador sonrió, como significando:
-No te lo esperabas, ¿eh?
Cenamos en el comedor presidencial. Yo no tenía apetito. El disparo no llegó hasta después, cuando el senador, el presidente y yo quedamos solos en un saloncito privado. Se trataba de una nueva intriga, pero esta vez tenía que ser de mayor envergadura. Debía ir a cierto país, activar allí una campaña de prensa dada que permitiese a este presidente cohesionar las fuerzas de su partido y eventualmente todo el país.
-Si es preciso- me dijo-, podemos hasta movilizar.
La idea de una nueva posibilidad de guerra me espantó. Pero conservé la calma y decidí contarle mis observaciones del día, entre las gentes. Durante todo este tiempo me preguntaba si estarían o no informados de la conspiración que había en el seno mismo de su propio gabinete. Pasé esto por alto y comencé a explicar que era impopular no por sí mismo cuanto porque el pueblo carecía de la necesaria educación cívica, lo que lo convertía en fácil víctima de cualquier exaltado.
Tanto el presidente como el senador me hablaron de su profundo amor a la patria, de los sacrificios que habían hecho, de los que aún debían hacer y de cuán necesario era ahora galvanizar la opinión del país haciéndole ver el peligro de los enemigos, etc., etc.
No respondí. Sentí asco. Cuando salí de palacio no marché al hotel en el lujoso automóvil, sino a pie.
Pasaron los días y las semanas. Mis gestiones para proseguir viaje hallaban obstáculos por todos lados.
Un día domingo, bien lo recuerdo, comenzó aquella orgía de sangre que duró varios días. Oí los primeros tiroteos desde el hotel. Después hubo una danza macabra y durante ella vi, en medio de una poblada frenética y delirante turba en su borrachera de sangre, el cadáver del presidente, mutilado. Corrieron ríos de sangre. Nadie estaba seguro de nada.
Una noche encontré a un compatriota. Me contó que había aprovechado el tiroteo para huir de la cárcel donde había estado preso unos meses. El tiroteo podía reanudarse en cualquier momento, de modo que decidimos robar un automóvil y juntos huimos a toda máquina hacia la frontera.
Pasó el tiempo y encontré un trabajo humilde.

15
UN DÍA recibí la anunciada  carta de mi amigo, indicándome la parte que debía publicar junto con lo demás.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          
La parte pertinente dice así:


La Serpiente Emplumada tiene que volar; cuando sepas lo que es el vuelo de la Serpiente Emplumada sabrás qué tienes que hacer; hasta entonces…… harás notorio que a través de los siglos vibra el Mensaje de los Inmortales:            


                                             “¡DESPIERTA!  ¡CONOCETE A TI MISMO!”


 El misterioso impulso que fija tu atención en estos manuscritos no es sino el eco del grito que ha despertado la esencia inmortal de tu propia sangre. Y junto con evocar las fuerzas gloriosas de la Vida, también has evocado a las siniestras fuerzas de la Muerte.


 Las unas y las otras son tu mismo, de modo que no temas.
 Afróntalas, conócelas, domínalas.
 Tu destino es ser Amo de las dos.


Y aun cuando a menudo creas haber perdido El Camino que lleva al Despertar, jamás estarás solo. Y tu   extravío no pasará de ser un tanteo con que tu alerta inteligencia, sacudiendo el letargo de todo lo mortal, ensaye tímidos pasos por todos los senderos.


Menester es que obtengas experiencia.


Jamás preguntes a otro hombre: ‘¿Qué es lo que debo hacer?’, porque es la más nefasta de todas las preguntas. Si la haces a un necio, a un dormido, le estarás invitando a arrastrarte al sueño. Con lo que habrás caído en doble necedad y te será doblemente difícil volver a despertar. Y si haces tu pregunta a un sabio, a un despierto, advertirás cuán ocioso es cavilar porque un despierto siempre contestará:
“Has lo que mejor te parezca; si en ello pones todo tu corazón, obrando siempre alerta, ganarás en riquísima experiencia”.


Al cabo, harás de la Soledad y del Silencio tus más preciados compañeros; sumiéndote con ellos en lo más hondo de ti mismo, irás vislumbrando gradualmente todo el horror del Sueño que es tu humana esclavitud. Y, por lo mismo, aumentará tu poderío para reclamar tu libertad.


No todos escogen esta senda que lleva al corazón mismo de las cosas.


Si has invocado a tus amigos, también has puesto en guardia a tus peores enemigos. Los unos y los otros aparecerán en ti y ante ti en mil formas distintas, y a menudo los confundirás durante tus primeros pasos. Tus amigos no serán siempre los más gratos o amables pues te irán privando de todo cuanto ahora estimas estable. Entonces será cuando tus enemigos, celosos y sonrientes, desplegarán ante tu visión interior mil posibilidades para elevarte sobre tu condición actual. Y si llegas a ceder y muerdes el venenoso fruto que te ofrecerán, caerás preso y quedarás sujeto con la triple cadena de ilusión y de sueño que siempre se apodera del ingenuo que ignora el valor de la experiencia y de la oposición.


Pero conocerás bien pronto a tus amigos en los silencios infinitos a que tu mismo te lanzarás ansioso y sediento de palabras de verdad. Entonces sentirás fluir un ‘algo’, áspero o suave, según sea la circunstancia, y el mero hecho de sentirlo te indicará que estas en El Camino hacia un completo despertar.


Porque ese verbo, ese ‘algo’, eres tu mismo, el Amo, el Creador.


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Estudia este dibujo atentamente. Con él aprenderás a utilizar todas tus facultades para despertar.





Cada eslabón en la Cadena de los Inmortales aporta un grano más para aliviar la carga de quien viene atrás, pero cada alma que se aventura en esta singular empresa es un ensayo original de la Vida para hacer de este planeta Tierra también un Mundo de Divina Vigilia.


Cada hombre que aspira a esta vigilia deberá abrir su propia huella y marchar solo, atento únicamente al paso del instante, sin preocuparse del triunfo o la derrota, sin inquietarse por su fin terrenal.


Esto es vivir en el Eterno Ahora.
De otro modo, no tendría valor alguno la experiencia del Hombre sobre el Planeta Tierra.


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El Camino comienza en el cuerpo con los cinco sentidos.
Despertar es usarlos, y no confundirlos contigo.
Hasta ahora has pensado que tus cinco sentidos te informan sobre el mundo exterior. No es así, no hay tal mundo exterior ni hay tal mundo interior. Estos son ilusorios conceptos que no pueden penetrar más allá de las formas. Lo real es que no eres forma, y que siendo La Vida, eres todo cuanto ES.


Observa que los arcos y las flechas no apuntan en una sola dirección, sino en dos simultáneas. Entender y vivir esta simultaneidad es la primera rebelión de la mente, rebelión que terminará por despertarte del todo.
Y si ahondas un poco en lo que trata de expresar esta simultaneidad, pronto advertirás también que no eres un cuerpo, sino aquello que vive a tu cuerpo, que anima tu cuerpo y que, falto de mejor expresión aquí llamo tu Dios-Yo, invisible.


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Con tus cinco sentidos, atributos del yo-personal, del yo-forma, no te es dado penetrar más allá de la superficie de las formas. Cuando seas consciente de que Dios-Yo es quien usa tus cinco sentidos, te será dado penetrar el significado, la esencia, el espíritu de todas las cosas que también es Dios-Yo.


Latente en el cerebro, impregnado el cerebro, está aquello que se llama la Mente –aquello con lo que puedes conocer lo que captan tus cinco sentidos, y Quien capta por ellos. Y más profundamente aún, he dibujado el Corazón, al centro mismo de toda tu vida. De este centro, extendido a la Mente, habrá de brotar tu Yo-Individual, la esencia de tu alma anhelante de vivir en espíritu y adorar en verdad.


Observa también que el Pensamiento y el Sentimiento conectan tu Yo-personal con tu Yo-individual y los he colocado en la mitad lumínica del Círculo Vital, la Conciencia Despierta, pues pueden ser la luz que refleje la verdad de ti mismo en las tinieblas de tu personalidad.


Y porque son los sentidos de la verdadera vigilia, son los que, al unirse en lo que se llama El Espíritu Santo, establecen el contacto vigílico con Dios-YO en ti y Dios-YO fuera de ti, un solo Dios no más el Dios Padre con quien tu puedes comulgar, ayudado por Cristo, El Señor.


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Si en tu corazón no arde una inquietud que te abrase hasta la consumación de tu cuerpo, no podrás invocar ni a Dios ni al Espíritu Santo. Y no sabes pedir y por eso tu hora aún no ha llegado.
‘Velad y Orad’ fué la herencia que Cristo dejó a los audaces.
Velar es hacerlo todo despierto; orar es sentir un ardiente deseo de SER.


Mas, quien ore y quien vele, aun cuando lo haga de un modo imperfecto, recibirá generosa ayuda y habrá de aprender a recibirla también generosamente…
La ayuda esta Aquí, y es Ahora.